Por Juan Cameron.
Resulta muy conveniente para los viajes cargar máquinas fotográficas (ojalá digitales) siempre y cuando el lector no se exponga a ser fotografiado.
Recuerdo (y el lector atento podrá también hacerlo) haber escrito sobre una abortada imagen en la orilla atlántica de Costa Rica. Fue en Tortugueros y respecto de una nota sobre Juan Gelman. Las razones de aquella "no foto" parecen ahora más claras: ningún aparato electrónico, por moderno que sea, podrá superar el trazo de Paolo Ucello en la Batalla de San Romano. Del mismo modo, ninguna computadora ajedrecística alcanzará, jamás, los dulces movimientos de la Inmortal de Anderssen; y menos un programa escritural las magníficas coplas de Jorge Manrique. Nunca la máquina, ni algún artificioso programa virtual, superará la belleza de la realidad.
Juan Luis Martínez, el poeta viñamarino, odiaba tomarse fotos. Por entonces me parecía una pose; pero el deterioro del tiempo y del espacio me enseñaron personalmente sus razones: la doble papada, un ojo más caído que el otro, el mejor lado, son razones suficientes, hoy en día, para controlar y autorizar las tomas. Martínez era un maestro.
Por aquellos años, antes de la llegada de los gadgets y los devices y toda la parafernalia posmoderna, se cargaba una cámara con un simple rollo de 35 mm. Y cualquiera, ducho en el arte de la imagen y la oportunidad, podía enfocar, dar la luz y la velocidad correspondiente y, con suerte, obtenía una pieza de joyería. En estos parámetros el poeta Claudio Bertoni era, o es, un excelente fotógrafo. Hoy, en cambio, cualquier hijo de vecino (por decir lo menos) toma fotografías con un teléfono celular o con cualquier aparatito que ya envidiaría el James Bond de las primeras películas.
No hay nada más inoportuno una de esas instantáneas. Resulta una verdadera violación a la intimidad, al derecho de la imagen, al recuerdo. Armar el escenario, disfrutarlo, retenerlo en la pupila y borrarlo, negándole después toda posibilidad de ser fotografiado con esos desgraciados utensilios de moda, es un gusto que pocos nos podemos dar. Tal inmenso placer martiniano de prohibir el registro del instante lo comprendí hace algunos meses en el Aeropuerto Internacional de El Salvador.
La idea no es espontánea ni gratuita. Nace de la dolorosa experiencia vital, como diría algún filósofo existencial. Iba ya saliendo del lugar, con mi maleta a rastras, cuando me alcanzó un policía junto a un simpático labrador que insistía en descubrir drogas en mi equipaje. Ante la mirada de cuatrocientos curiosos que esperaban pasajeros, entre ellos el poeta Otoniel Vergara, organizador del encuentro al que iba invitado, y un grupo grande de escritores asistentes, dejé mi maleta en el suelo, la abrí y les mostré -al funcionario y al otro animalejo- la bolsa de aseo y remedios que mi señora había generosamente cargado con pastillas para las más extraordinarias circunstancias.
Por suerte entendió -el policía me refiero- al certificarle papeles en mano mi condición de diabético. Al superar el problema, y cuando Otoniel se acercaba para auxiliarme, pude captar a casi la totalidad de mis colegas mientras me fusilaban con sus simpáticas imágenes de bienvenida. Tiempo después la magnífica Coral Bracho, confesaría la emoción que la embargó al ver llegar a tan importante y desconocido poeta ciego en compañía de sus lazarillos.
Esa serie de fotografías registran mi glorioso ingreso al itsmo centroamericano. Y luego siguieron otras y más tarde otras y otras. Yo, en cambio, evité llevar la cámara digital suponiendo que casi todos lo harían, como en verdad ocurrió. Por supuesto, durante los meses siguientes mis gentiles colegas bombardearon con enormes series de registros gráficos mi ya anticuado computador. Me apresuré a guardarlos y olvidarlos en un disco compacto; ventajas de la ultra modernidad.
Estas fotografías al azar relatan la historia viva del deterioro. En una de ellas aparezco sudado, con una barriga enorme (mero efecto óptico) y biceps dignos de un campo de concentración. Al parecer me sorprendieron eructando. En otra estrecho la mano a cierta autoridad con una cara de imbécil propia para la ocasión. Se trata de tomas deleznables. Cada día respeto más el buen gusto de mi querido Juan Luis Martínez.
Para el próximo viaje no olvidaré cargar la máquina maldita. El progreso, después de todo, lo va a uno devorando; o al menos convenciendo. Porque, después de todo, yo mismo me perdí magníficos encuadres. No es que haya hallado alguno de dúctil movimiento como esa dulce partida de Adolfo Anderssen ganara a Kieseritzky en Londres (¿o fue el loquillo de Morphy?); sino que, en verdad, confieso, me perdí instantes inolvidables. En uno, el anciano Eugeni Evtuchenko vestido de payaso y con pinta de galán de telenovela, reclama su derecho a pernada (por si acaso le llega el Nobel) y apura a las muchachas como patrón de fundo. En otra, un invitado guatemalteco me cuenta con orgullo que fue tambor mayor de la Escuela Militar y saludó personalmente al general Ríos Montt. Será para la próxima, me digo.
Una semana después me encuentro en Costa Rica invitado por el generoso Norberto Salinas. Pequeños triunfos editoriales me han llevado al país por segunda vez. Distinto, pero igualmente intenso, este congreso literario se llena de escritores y de cámaras digitales; con distinguidas excepciones, por supuesto. Blanca Luz Pulido fotografía pájaros y árboles. Puede manejar esta o aquesta cámara. Se trata de una profesional. Juan Gelman, un caballero de tomo y lomo que reemplaza en el papel protagónico al ucraniano del párrafo anterior, no está ni ahí con las fotografías. Como mi buen Juan Luis Martínez.
En esa oportunidad las imágenes y los días se repiten con escándalo. Nidos de oropéndolas como lágrimas, olor a nafta en los muelles, calor, trópico y canales cubiertos de pétalos para nuestro curvilíneo navegar. El generoso Popo Dadá ha invitado a la cincuentena de sus adláteres a su lodge en las mismísimas orillas del Caribe. Mostrar esas fotos sería un asco, Sólo Ucello podría retratar para nuestra memoria, la magnífica perspectiva de aquellos momentos que feliz o infelizmente ya pasaron.
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