inicio | opinión | notas | cartelera | miscelanea sueca | suplementos | enlaces 1-Febrero-2008

Una novela de Rubén González Lefno
Vagando por las anchas alamedas

 

escribe Juan Cameron

Con una narrativa insertada absolutamente en la realidad del país, el escritor sureño denuncia la marginalidad impuesta a toda la generación comprometida con el fin de la dictadura. A través del silencio, el olvido y el ocultamiento, la nueva institucionalidad avanza por las anchas alamedas a desprecio de los vagabundos que ahora la transitan.

Una pregunta que surge de inmediato al leer la reciente novela del valdiviano Rubén González es si acaso el escritor, el artista más bien, es un ente político. Pero, antes de resolver siquiera esta duda, resulta casi obvio que no es así. Por lo menos los políticos no leen; y aquello aparenta ser una buena retribución, en todo caso.

En Chile, tácitamente, se recomienda no meterme en política contingente; es decir, en lo que ocurre en el país hoy día y en la forma en que sus administradores dirigen la res pública. ¿Pero, acaso el escritor no es ciudadano? ¿Acaso no se trata del propio país y de los propios intereses?

Cuanto ocurre y no hay otra respuesta- es que para el creador no existe un compromiso artístico con alguna forma de vida o de sistema social o político predeterminados; al menos como una esencial exigencia del oficio. Pero el artista da cuenta del entorno vital, lo denuncia, tal como el filósofo le resta toda legitimidad en su análisis.

Mucha razón tiene Carlos Fuentes cuando nos indica que el político pide certezas, quiere afirmaciones, y el artista sólo aporta dudas. La religión, la política, la fe incluso, señala el intelectual mexicano, son contrarias a la literatura. Más aún, el escritor resulta sospechoso y peligroso para cualquier régimen. Por cierto, siempre será defendido por los opositores de quien lo tiraniza, ocultando a sus propios perseguidos.

Rubén González no es ajeno a esta regla. Esta novela -Los vagabundos de la última avenida- toca exactamente estos temas: la negación de la dignidad y de la historia reciente; el olvido en beneficio del supuesto éxito del país, del mentado progreso; pero, sobre todo, nos habla del abandono de una generación completa, la misma que hizo posible este cambio y el advenimiento de quienes gobiernan. Estos nuevos desarraigados son los vagabundos que abrieron las anchas alamedas del poder.

Y son numerosos quienes circulan por este camino del desarraigo, de la disconformidad y del desaliento.

Porque los embates son ya demasiados. La cultura, como ente mágico e inasible, se ha convertido en Chile- en un discurso más bien centralizado, extraño, en una bandera publicitaria como esa imagen sobre explotada del pobrecito Neruda. La política, por otro lado, es la parcela de unos pocos en beneficio de los administradores; la prensa oculta la información con el beneplácito de los mismos; en fin, el silencio, el olvido, la ceguera, cuan do el abandono de los más capacitados, es la norma que impera en estas marcas; y a ello apuntan los creadores.

Pero, después de todo, gran parte de la creación literaria en el Chile actual es innegablemente política. Lo hemos visto Lírica del edificio 201 de José Ángel Cuevas con su estética de la derrota, en un territorio sin valores ni símbolos, donde la masa ignara circula cabeza gacha a las espera de cualquier cosa. O en la reciente antología de Roberto Bescós, poeta de San Antonio, Cilantro. Allí hay, entre varios, un texto mayor nos sorprende y conmueve, La octava oscuridad de la noche, un canto a su madre para reconstruir la figura de los desaparecidos en el horror de la política nuestra, quienes yacen olvidados para siempre sobre nuestra cotidianidad. O en el caso, también citado, de ese gran chansonnier nuestro, Eduardo Peralta, Caballero de las Artes y las Letras en Francia y silenciado en casa. Su discurso es ético, burlón, de intensa melodía y significado. Peralta es, más que un trovador, un bardo, un poeta que ocupa los secretos recursos del oficio para encantar y convencer. Pero no concedió a ese tácito acuerdo nacional que impedía referirse a la injusticia, a la pobreza extrema, a la nulidad jurídica y moral de un sistema impuesto bajo permanente amenaza. Como los anteriores, Peralta es políticamente incorrecto. Estos autores entregan las luces para disipar la oscuridad.

Los vagabundos de la última avenida son los actuales condenados a la marginalidad. Pero la verdadera clave de este trabajo es la deshumanización. Los escenarios que la novela representa equivalen a los dos tiempos donde ésta se desarrolla. El primero es el país cínico, el de la dictadura, que se muestra a sí mismo tal cual es, casi sin eufemismos. Sus personajes son brutales, viven y practican el culto a la muerte, la absoluta intolerancia hacia el que piensa diferente es la norma. Víctima y victimario hablan un lenguaje común. El segundo, el de la Concertación, es el país hipócrita, legatario del primero. Su reino es el del eufemismo y el del símil. A la manera de Baudrillard, se monta una escena que representa a la realidad, aunque no la es. Se reitera en lenguaje cuanto no existe: libertad, democracia, elecciones libres, jaguares sudamericanos, moneda dura, previsión modelo, caiga quien caiga, etc. etc. La cita del filósofo francés resulta casi un lema en nuestra pretendida modernidad: La historia que se repite se convierte en farsa. La farsa que se repite se convierte en historia. Los héroes de ayer, los esperanzados de siempre ya no son los personajes sartreanos de Los caminos de la libertad; son más bien fantasmas del absurdo: locos, flaneurs, asistentes de baños públicos, seres prostituidos; en definitiva olvidados.

Sin embargo el tablado de ambos escenarios es el mismo. Se trata de la ciudad, del tablero mosaico sobre el cual los trebejos blancos y los negros ocupan similares escaques. Aunque ahora la partida ha concluido. Las piezas ganadoras ocupan sus cuadritos en posesión y dominio y expulsan del tablero a las derrotadas. No hay piedad ni reconocimiento alguno. No es necesario. Lo práctico ha vencido a lo racional y le ha usurpado hasta el nombre; lo eventual expulsa del templo a lo eterno. El mal, en definitiva, ha birlado la palabra del bien y la ocupa en su nombre; porque, después de todo, no olvidemos que la locura es una enfermedad del lenguaje.

Rubén González Lefno nació en Valdivia, en 1950, y es profesor de Castellano por la Universidad Austral de Chile y socio fundador del Festival Internacional de Cine, de esa capital sureña, tanto como organizador de la Feria del Libro local. Ha publicado El último crepúsculo (cuentos, 1994), Historias del Cine y el Video en Valdivia (1996) y el volumen de narraciones Neltume el vuelo quebrado (2002). Es autor, además, de varios trabajos audiovisuales y de recopilaciones antológicas del Concurso Regional de Poesía Juvenil, auspiciado por la firma Socovesa, en los años 1994, 1995, 2000 y 2002.



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