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Los cerrojos del ruido |
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Los cerrojos del ruido La casa de los padres queda en una esquina de un barrio popular donde el ruido es un muro doble. Aunque la casa es grande, la sensación es que vivimos en celdas de una inmensa colmena donde sin embargo y sólo por segundos se alcanza cierta quietud, a no ser que el cansancio nocturno nos rescate del insomnio. Qué frágiles paredes las de estas celdas de quietud, mamparas de papel que sin embargo dan la ilusión de refugio. Vivimos el bombardeo: la pólvora, los equipos de sonido de las casas del vecindario con el volumen máximo, los gritos de los niños y prepúberes que se toman las calles, los pregones que anuncian aguacates, limones, mazamorra pilada, electrodomésticos o muebles; los claxones, el sonido de avispón gigante de las motos a velocidad suicida y el de los buses y jaulas que cuadran ilegalmente en el callejón juntos. En los primeros días de diciembre el trabajo de los taladros abriendo la calle para instalar los conductos de gas han aumentado la densidad de los muros. Hay que gritar para oirse y a nadie parece importunar el ruido, pues con él han conocido el mundo varias generaciones, ya no significa nada para el instinto de defensa. La televisión y un buen porcentaje de los programas de radio han puesto tres de los cuatros cerrojos que preservan la inercia contra el ruido. No voy a hablar de los medios impresos que los hay muy diversamente matizados. En mi visita de navidad en Colombia, me puse delante del televisor a la hora de las noticias con el explícito deseo de saber qué se dice, cómo se informa, para confirmar una vez más eso que de tan excesivo es casi inverosímil desde Suecia, la amodorrada reacción civil frente a los acontecimientos políticos, que viene del manejo que hacen los medios cuyo descaro para alterar, distorsionar, disimular en cada caso según la conveniencia, es extraordinario. Por supuesto no se eluden los temas de rigor: Chávez y Uribe, el acuerdo humanitario empero eficazmente mezclados con el cubrimiento de los alumbrados y la campaña contra la pólvora en la navidad. En las horas de mayor audiencia se publicitan cosas tan disímiles como la telenovela Pura Sangre, o la fuerza militar, héroes de la patria. Se hace uso de la sensibilidad poética y ¡Oh maravilla! por primera vez en la historia se difunde al menos uno de los derechos humanos: Todo el mundo nace libre... pero su vigencia abarca sólo el secuestro -por parte de la guerrilla obviamente- o para desacreditar la acción social organizada, como las inverosímiles declaraciones de un niño de doce años que ¡¿recibió 50.000 pesos para que participe en una manifestación indígena?! Sería tediosa la enumeración de ejemplos semejantes indicadores que el ruido es la inercia, -fenómeno universal por demás- pero de proporciones deplorables en Colombia. La información inducida es repetida en las escuelas, en las instituciones oficiales. Una superficial conversación con mi familia refleja este efecto: se teme a Chávez y se compadece a Uribe, porque la gente lo critica mucho, no se comprende suficientemente sus esfuerzos para proteger al hombre de bien contra el delincuente o sea el terrorista. Se hace un recuento de la personalidad de Chávez resaltando los aspectos desafortunados en toda su historia. Ambos presidentes en las antípodas del manejo político ofrecen un cuadro sencillo para la digestión primaria. Y cierta enemistad de otras épocas reaviva una sombra entre Venezue-la y Colombia, otra sensación de peligro, el conflicto bordeando las fronteras. En el aire la tensión hace grumos que intervienen los sentidos, la es-tridencia de los medios es paroxís-tica y vergonzosa, una incansable exhibición de indecencia que pringa la atmósfera urbana. Empero la gente no puede más que vivir, sin tiempo para una observación más atenta; es mucho, cuando menos, tener un mísero empleo. Los oídos tapiados aseguran la comida y la diaria competición con el prójimo cercano. Ese pequeño terreno de vida: comer, sobrevivir, tener hijos y tener cosas... que acompaña un cierto sentimiento vergonzante, el acto de esconder la pobreza, un or-gullo rastrero que distorsiona el concepto verdadero de la dignidad. La necesidad de estar engañados viene de muy atrás, es un rasgo sicológico de nuestra gente. La mayoría de nuestros niños crecen prendidos a un lenguaje de muerte. El lenguaje, -lo que siendo cuerpo más se acerca al alma, lo que siendo alma más se parece a la carne-, está consubstanciado con la muerte como materia misma de lo cotidiano. Crecen asistiendo una virtualidad persecutoria, homicida, que muy paulatinamente ha dejado de ser virtual. Tantos muertos veci-nos, una cuenta que no para. Tan-tas armas a la mano ensanchando el radar de la amenaza. Cientos de nuestros niños se pervierten antes de llegar a la adolescencia ase-diados por la propaganda y por la saña de los muros sociales, siendo testigos del enriquecimiento ílicito de buena parte de las castas pu-dientes. Y aunque crecen en el ex-tremo riesgo de la ignorancia, se topan de narices con una visión humana global facilitada por la irradiación de los extremos. ¡Cómo tiemblo al ver nuestros niños entre este bombardeo urbano réplica del bombardeo en nuestros bosques sagrados! Aclaro que este cuadro no co-rresponde a toda Colombia. Hablo de la mayoría embozada en una anormalidad tolerable, monstruo-samente simplificados, hasta el mo-mento en que sean tocados sus propios sarmientos, cuando la heri-da despierte las conciencias y se abran los cerrojos de la inercia, co-mo pasa con cada vez más hombres y mujeres colombianos. Son más cada vez quienes desentrañan el disimulo y se organizan para en-contrarse y darse mutua cuenta de la verdad que ocultan los medios y las instituciones sin quedarse en el rincón supurante del odio. Sólo la inédita generosidad de una in-mensa parte del alma colectiva si-gue amparando airosamente la be-lleza viva en medio. Mucha genero-sidad que viene de lo alto, llamando a ser parte de lo grande, marca unas pautas anónimas de resisten-cia que no rebasa el panorama coti-diano de la prensa, que todavía no crea golpes de opinión, que no tie-ne filiación política. Lo incompren-sible por si sólo funge como un bálsamo para el individuo y su porción de vida; una raspadura heroica emanada de la pugna con-tra el extravío, esa fricción contra los rieles que precipitan la fatal obstinación de la historia. Hay cada vez más organizaciones que se apartan de la falsedad de los medios y con la misma suerte de cálido alo-camiento que describía René Char, sin perder ningún instante esencial, devuelven a toda prisa su valor al prodigio que es la vida humana en su relatividad, sí, para volver a conducir a su pendiente propia los miles de arroyuelos que refrescan y disipan la fiebre de los seres hu-manos. Malmö, enero 2008 |
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