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Un saludo a Juan Gelman, reciente Premio Cervantes |
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escribe Juan Cameron El reciente 29 de noviembre el gran poeta de la lengua castellana, Juan Gelman, fue galardonado con el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras hispanoamericanas. Es el cuarto escritor argentino que lo recibe, luego de Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y Adolfo Bioy Casares. Aquí el articulista recuerda al poeta con motivo de una nota que le solicitaran, desde San Salvador, para el suplemento cultural Tres Mil del Diario Co Latino. -¿Sabe? - Le digo al dueño del Café del Poeta mostrándole una página de El Mercurio, - le dieron el Cervantes a Juan Gelman. - ¿Y es bueno? - Claro, por supuesto; es lo mejor de nuestra lengua. Y además -agrego inflándome como pato de silabario- es amigo mío. Desprenderse de la imagen del perseguido y del mítico rastreador de la verdad -dije antes por ahí- resulta un tanto difícil en el caso de Gelman. Ver al poeta, escucharlo y admirarlo -a pesar de su inmensa humanidad- resulta un ejercicio de lectura y una difícil prueba de oficio. Porque la obra de Gelman ocupa territorios precisos y con una gramática muy propia que ahora podemos observar, a pocas décadas de la infamia, con cierta relativa capacidad de análisis. Los encuentros internacionales, que son el medio más eficaz para conocerse entre los pares, me permitieron hace años ya, acercarme al poeta. En Malmö, Estocolmo, Valparaíso, Santiago o San José, su conversar amable y afectuoso, tímido a ratos aun que suene extraño, induce a cualquiera a entrar en un círculo de profunda cercanía. - Más bien lo conozco -corrijo, y el propietario me confiesa haber aprendido mucho de poesía y de la vida de los poetas desde que inauguró este local. Pero aún es difícil comprender por qué ciertas premiaciones son tan resistidas por algunos colegas. Le explico algunas cosas y me observa con atención. Por su mirada parece que respeta mi opinión. Y también, hace un par de semanas, me escuchó conversar con Jorge Boccanera, con Carlos Germán Belli y otros próceres aquí en este puerto. Participaban en una lectura sobre un escenario frente el bandejón de la Plaza Aníbal Pinto, a pocos metros de su negocio. Su atención me llena de orgullo; pero desisto contarle sobre la foto que no me tomé con el poeta; porque ya me parecía demasiado. Demasiado digo por la foto; no por la conversación. Y demasiado porque estábamos en el Tortuguero Lodge, de nuestro amigo Rodolfo «Popo» Dadá, lo cual es en sí ya una exageración. El hotel, con numerosas cabañas de madera y modernas instalaciones, fue construido sobre una lengua de tierra entre el Caribe costarricense y el río que lleva su nombre; entre el caimán que días atrás se devoró a un pequeño del poblado y el tiburón que siempre acecha escondido entre el fuerte oleaje y la correntada. Sólo es posible nadar en la piscina; aunque al anochecer saludables ranas aguardan turno ahuyentando a los últimos turistas. Tanto como esa fotografía me hace falta Tortugueros; me hacen falta los frijoles por la mañana, los rice and beans de allá que no podía comer por culpa de la diabetes; sólo frijoles, frijoles enteros, frijoles cocidos, frijoles en puré, ojalá con gallina adobada en leche de coco, frijoles al desayuno y, si fuera posible, si estuviera en El Salvador nuevamente, pupusas con frijoles y con un chile bien picante. Perdonará el lector que no acompañe esa fotografía a esta nota. Mejor se las relato. Estoy dentro de la piscina con un buen whisky en la mano. Gelman permanece afuera, sentado bajo un reparador toldo y conversamos con dos hermosas mexicanas a su lado -las poetas Blanca Luz Pulido y Guadalupe Elizalde- sobre importantes cuestiones que ya pasaron al olvido. Tras ellos, de fondo, el horizonte caribeño se carga de voluminosas nubes de tormenta. Atardece. ¡Qué más puedo pedir! Mis amigos, entre ellos Otoniel Guevara, insisten en tomarnos una fotografía. Yo me niego. En verdad tanta maravilla resulta demasiada para cualquiera. Prefiero guardar la imagen en mi memoria y narrárselas después a mis nietos. Así se mantendrá el mito y la posibilidad de creerme un mentiroso. -Sí -le digo con cierta falsa modestia. -Yo conozco a Gelman. Y parto a comprar leche y huevos y carne para el perro, que me ha ordenado mi señora temprano esta mañana. Sobre Juan Gelman Como lo más importante de esta nota es el poeta galardonado, es preciso acompañar la ficha del poeta. Juan Gelman nació en Buenos Aires, en 1930, y era el único miembro argentino de una familia de inmigrantes. En 1956 publica su primer poemario, Violín y otras cuestiones, al que le siguen El juego en que andamos (1959), Velorio del solo (1961), Gotán (1962) y Cólera Buey (1965). Luego vendrán Los poemas de Sidney West (1969), Fábulas (1971) y Relaciones (1973). Ya en el exilio se publica la recopilación Obra poética (1975), Si dulcemente (1980), Citas y comentarios (1982) y Exilio (junto a Eduardo Bayer, 1982). Entre sus libros de estas últimas décadas destacan Com/posiciones (1986), Interrupciones II (1986), Interrupciones I (1988), Anunciaciones (1988), Carta a mi madre (1989), Salarios del impío (1993), Dibaxu (1994), Incompletamente (1999), Valer la pena (2001), País que fue, será (2004) y Mundar (2007), más algunas antologías personales editadas en diversos países. En 1968 integró, junto a Rodolfo Alonso y Alejandra Pizarnik, la Antología consultada de la joven poesía argentina. Ha recibido, entre numerosos reconocimientos, el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, el Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Sus lectores esperamos aún más. |
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