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En casa de Artur Lundkvist

 

-¡Artur, los invitados ya llegaron! -exclamó la poetisa danesa Maria Wine dirigiendo el rostro hacia el interior del apartamento.

Y al instante apareció el académico Artur Lundkvist, apoyado en un bastón. Arrastraba las pantuflas al avanzar.

Vestía pantalón de paño oscuro, camisa blanca, de algodón y con doble botón en las mangas. Completaba la vestimenta una chaqueta de pana color verde opaco. A la distancia desaparecía de su rostro el níveo bigote a lo campechano pero sus cejas se hacían más protuberantes. Un hoyuelo partía su quijada en dos. Siempre se había peinado de para atrás, aún en los años mozos cuando tenía el cabello ondulado y poco suave.

Se acercó.

-¿Cómo les fue en el viaje? -preguntó para entablar conversación.

-Nos fue muy bien, gracias, a pesar del frío y la nieve en la autopista -respondió Selma quien se hallaba agachada quitándose los zapatos humedecidos.

En lo mismo se ocupaba Martín a pesar de que aún no se habituaba a la costumbre nórdica de descalzarse a la entrada de la vivienda. Los visitantes se levantaron al tiempo y saludaron a Artur de abrazo, como si fueran viejos amigos que se reencuentran. Nada tardó Martín en notar que los ojos del poeta estaban aguados de cansancio y melancolía. El maestro tuvo que inclinarse un poco para que los brazos de Martín alcanzaran sus hombros. Después del saludo pasaron a la pequeña sala de estar. Al pie de una de las paredes un sillón de cuero negro, en cuyo seno reposaba un libro escrito en francés y abierto lomo arriba, dejaba ver por lo ajado que era el mueble preferido del anfitrión. En la misma pared una obra original de Dalí colgaba sin llamar la atención.

-Voy a la cocina a preparar café -dijo Maria mientras se quitaba las oscuras gafas y las colocaba sobre la mesita de centro.

Se levantó de su sitio y Selma la siguió.

Una vez quedaron solos, el poeta empezó a hablar en castellano con Martín. Le contó, sin ultimar detalles, de sus viajes, siempre llenos de sorpresas, por América latina, en su época de escritor trashumante. A medida que avanzaba en la narración, el cansancio lo obligaba a entrecortar las palabras. Conciente de su quebradizo estado de salud, expresó a modo de sentencia filosófica que el castigo más drástico que los dioses le podían propinar a una persona que amaba la vida era envejecerla con achaques.

-Mis dolencias ya se han hecho costumbre, pero ahora no vamos a hablar de ello sino del antídoto para todos esos males, la poesía -dijo haciendo esfuerzo por imprimirle vitalidad a las palabras.

Dicho y hecho.

En un momento de la charla, cuando se refirieron a los premios Nobel de Literatura de Hispanoamérica, Martín quiso impresionarlo contándole que sabía de memoria el poemario "Veinte poemas de amor y una canción desesperada" de Pablo Neruda. ¡Pobre alma!, no tenía ni siquiera sospecha de la profunda amistad que había existido entre el poeta sueco y el chileno.

A petición del dueño de casa, el joven visitante leyó uno de los poemas de su libro inédito. Como buen principiante, pronunció los versos haciendo mal uso de la respiración al entonar. Cuando terminó de leer hubo silencio. Y para colmo de males, en la cocina las dos mujeres habían dejado de hacer barullo. Martín sólo atinó a clavar la mirada en la ventana que daba al parque. Vio cómo la nieve se había adherido a los vidrios. Artur iba a comentar el poema leído pero en esos instantes aparecieron Maria y Selma portando una jarra de café, pocillos y platos, una bandeja con diversos panecillos, finas rebanadas de jamón ahumado, cucharitas, un frasco de azúcar y un pequeño empaque de leche. Un queso de marca francesa, La Vache quí rít, que casualmente la poetisa danesa había salido a comprar cuando se encontró con los invitados, completaba la piscolabis. Así que el comentario quedó esperando en la boca del maestro cuyos dientes gruesos y trajinados empezaron a dar cuenta de uno de los panecillos tan pronto como la bandeja fue puesta en la mesita de centro.

Al final de la merienda Artur empezó a bostezar y cabecear de cansancio. De nada le valía hacer esfuerzos por mantenerse despierto escuchando las frivolidades que se estaban hablando. Así las cosas, su esposa le sugirió que fuera a descansar un rato al sillón de cuero. El académico obedeció sin chistar. Se levantó de su puesto y sin ayuda del bastón caminó derecho hacia el sillón. Recogió el libro en francés y con él en las manos se sentó fatigosamente. Sonrió como un niño pícaro, mostrando todos los dientes superiores. Martín, que no le quitaba la vista de encima, se admiró al ver que era tan alto que la cabeza le quedaba por fuera del elevado espaldar del sillón. Transcurridos algunos instantes, cuando la pareja visitante estaba dándole las gracias a Maria por el sabroso refrigerio, Artur cayó profundamente dormido.

Procurando no hacer bulla, Selma recogió los restos de comida y todos los aparejos utilizados en la merienda y los llevó a la cocina. Allá se dio a la tarea de dejar todo limpio y en orden, tal como lo había encontrado. Mientras tanto Maria le mostraba el acogedor apartamento a Martín. Lo guió al sencillo cuarto de trabajo del maestro. Le mostró la biblioteca llena de libros de autores latinoamericanos y el ancho escritorio donde en una máquina de escribir portátil, el académico había traducido libros y también escrito gran parte de su obra literaria. La mujer notó que uno de los cajones del escritorio estaba a medio abrir. De allí extrajo un viejo estuche de anteojos y un diploma enrollado, de doctor honorífico en ciencias de la literatura, conferido al poeta por la Universidad de Uppsala. Le dio por limpiar con la mano el polvo reposado sobre esos objetos. Y continuó sacando cosas de otro cajón. Entre otros cachivaches, una medalla tricolor. Entonces Martín, sorprendido, le preguntó por el origen de dicho galardón. Ella se acordó que esa medalla en forma de cruz era de un escritor colombiano, cuyo nombre completo le era difícil pronunciar. La embajada de su país en Estocolmo se la había entregado dos días antes de recibir el premio Nobel de Literatura. Y el escritor, una vez liberado de los compromisos protocolarios, pasó a saludarlos. Los tragos que se había tomado en la embajada lo habían puesto copetón y dicharachero. Lo primero que hizo el galardonado al entrar en el apartamento de la pareja fue quitarse la medalla tricolor y colgarla en el cuello del maestro al tiempo que le decía a modo de saludo: "Amigo Artur, esta mención no me corresponde a mí sino a ti, por haberme propuesto al Premio Nobel y crearme fama en tu país".

Había que ver la cara de satisfacción y encanto que en esos momentos tenía Martín. Tanta era la dicha que lo embargaba que sus ojos parecían normales de tamaño. Por sentirse tan contento fue que se tomó el atrevimiento de sentarse en la silla giratoria del maestro y dar una vuelta completa.

Instantes después Maria lo llevó a la habitación donde ella escribía sus poemas. Allí también había una biblioteca, aunque más pequeña, de libros escritos tanto en sueco como en danés. Sobre el bien ordenado escritorio reposaban un vaso de agua y una hoja de papel que contenía el borrador de un poema en prosa. Un arrume de por lo menos doscientas fotografías en blanco y negro se levantaba sobre un pedestal de madera, pintado de blanco, en uno de los rincones de la habitación. Sobre las fotografías estaba puesta, u olvidada, la llave de la pieza número cuatro del hotel Mauritania de la ciudad de Agadir. Martín escudriñaba la llave cuando Selma entró y en voz baja empezó a platicar con su Maria. El joven, por su parte, se dio a la tarea de mirar el arrume de fotos. Encontró retratos de diferentes épocas tomados en las más diversos lugares del mundo: Londres, Oran, Copenhague, Biskra, París, Estocolmo& Imágenes de la pareja sola o acompañada de escritores y amigos. Eran tantas las emociones recibidas que Martín llegó a sentir que estaba soñando. No era posible que sólo en un par de horas sucedieran cosas tan maravillosas. Miraba con embeleso las fotografías y le costaba pensar que se hallaba en casa de unos de los miembros más populares de la Academia Sueca y de quien había sido, y aún en su vejez lo era, una de las mujeres más hermosas de la tierra. De pronto encontró refundida entre ese arrume de paisajes y rostros una fina servilleta de papel rosado, con membrete de un restaurante parisino. En dicha servilleta estaba escrito en inglés y con fina caligrafía unas líneas que al interpretarlas lo dejaron estupefacto:

Querida Maria:
Cuando te sientas sola llámame
aunque tú sabes que no tengo teléfono.

Con todo mi corazón,
Pablo Neruda

Se le ocurrió, en medio de la euforia, que esas líneas líricas deberían ser aprendidas de memoria para abrir con ella corazones. Sin lugar a dudas, eran más efectivas que el poema Farewell con el cual, muchos años atrás, había intentado conquistar a Lucha. En esos instantes apareció Artur reconfortado y sonriente. La siesta había borrado de sus ojos la huella del cansancio y la nostalgia. Pero al segundo Selma se acordó de que María Wine le había advertido que la visita no debería tomar mucho tiempo, pues el poeta tenía que evitar las fatigas. Así que al verlo en el umbral de la puerta, sin ambages, expresó:
-Maestro, estábamos esperando que despertaras para despedirnos.
(Tomado de la novela inédita de Víctor Rojas, Las fronteras del olvido).


Víctor Rojas, nació en Bogotá, Colombia. Narrador, poeta, editor y traductor. Reside en Suecia y es integrante de la redacción cultural de Liberación.
Entre sus libros están Un grito en la tierra (ensayos) y Los suicidas no van al cielo (cuentos).



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