inicio | opinión | notas | cartelera | miscelanea sueca | suplementos | enlaces 7-Diciembre-2007

Nuestra piel ancha de fuego, de Ana Rosa Bustamante
Anatomía de una pasión

 

escribe Juan Cameron

Un buen apronte resulta el primer libro de la valdiviana Ana Rosa Bustamante. En el ya manido campo de la poesía amorosa, la poeta se desempeña en actitud desafiante y con desenfado. La «opulencia expresiva», señalada por un connotado colega nacional, se irá necesariamente puliendo hacia el alejamiento del verbo, como tan bien lo consigue la autora en este mismo libro.

La cuestión amorosa ha sido una pródiga fuente para la poesía. Cientos de ediciones, antologías y otras recopilaciones reúnen trabajos donde el amor y el desamor traspiran, a través de los versos, goces y penurias de quien escribe. Pocos sin embargo llegan a desarrollar una poesía de tipo cortesano, ligeramente picaresco, donde el acto del amor cobra relevancia más allá de esos aislados placeres en que la palabra alma suele ser metáfora de precisos y secretos órganos humanos. El alto canto de Gonzalo Rojas en ¿Qué se ama cuando se ama? o la erótica homosexual de Kabaphes rescatan el cuerpo como instrumento de placer más allá del hipócrita espíritu que lo ensucia y contamina. En Ana Rosa Bustamante, poeta primeriza y carente de una extensa historia literaria, encontramos sin embargo una excepción; se trata de una autora que se expresa en estas áreas con un lenguaje más bien claro y provocador.

Ana Rosa Bustamante Morales (no confundir con Ana Bustamante Lagos, de Los Andes y de 1930) nació en Arica, en 1952. Durante su infancia y adolescencia residió en Antofagasta, Quilpué, Viña del Mar y Valparaíso y, en la actualidad, vive en Valdivia. Instructora de Inglés y de Francés de una consultoría, heredó este afición por las lenguas de su madre, profesora normalista. Durante varios años fue secretaria bilingüe para luego dedicarse a dichos idiomas en los institutos Chileno Francés y Norteamericano de cultura en las localidades de Valparaíso y Viña del Mar.

A comienzos de este año publicó Nuestra piel ancha de fuego, su primer poemario, avalada por poetas bastante conocidos en el gremio, como lo son Ciprian Cabrera, premio nacional de Poesía de México para 2006, y el chileno Omar Lara, como por la poeta Teresa García, de Valdivia, presidente de la Sociedad de Escritores de Chile para esa filial. Con anterioridad su trabajo ha figurado en la antología Poetas y prosistas valdivianos del académico Juan Carlos García y forma parte de los talleres dictados por la Dirección de Extensión de la Universidad Austral de Chile, dirigido por el mismo Lara y el taller de la citada sra. García, quien manifiesta de la autora: «Mujer sin miedo a la exposición de sus palabras con textos líricos sin abundante pacatería humana (...) Su hebra se incorpora a la gravitación del día, es mujer que ensaya la mirada abierta reclamando el derecho a descubrir lejanas estrellas».

Según Omar Lara, en uno de los prefacios del libro, «se trata de una poesía fuertemente anclada en la realidad, en que los elementos históricos, sociales y personales se funden y dialogan con armonía, con severidad y con cierta opulencia expresiva». A su vez para Ciprian Cabrera, en la contraportada, «es una pira que purifica la calma y aviva la respiración en sosiego. La agita, la hiere, la cura, la colma de sonidos en cascada, la conduce a hondos suspiros y a remansos placenteros». Pura sensualidad, en fin, en la opinión de estos profesionales.

Su verso, cuando no excede los límites insinuados por Lara, logra cierta armonía necesaria para el oído del lector. La acentuación mantiene el ritmo adecuado y se torna agradable más allá de cuanto dice o expresa en su intensidad: «Soy matándote rutina/ maleza inútil, seca, olvido,/ columpio de lágrima y carcajada,/ túmulo,/ cubriendo con la palma tu placer mío/ burlona de la noche más larga» (en Domingo añejo, página 18).

Pero no siempre esta expresividad supera los márgenes de lo literario. La poeta sabe también mantenerse en la norma y permitir que cuánto rebalse la comunicación sea solamente la respiración de quien lee. Ese logro no es pequeño e indica que Ana Rosa Bustamante puede desarrollar su poesía hacia un modelo más profesional y de una mayor explosión semántica. Así lo hace en el texto El alba está cansada, de página 20, en sus estrofas finales: cavilosa, «cirio fúnebre, la zanja me acoge con tu/ olor y tus caminos,/ mis sueños son piedras gastadas, pero aún pesan en mi alma,/ adobes de miel a destiempo,// tú eres el océano, y yo todos los ríos,/ ¿dónde está tu exilio?/ acude a mi llamado,/ dueño mío».

En otros trabajos (cito por ejemplo En una noche sucia de serpientes, en página 28) la poeta consigue aún un alejamiento mayor y permite ampliar la visión panorámica en beneficio de una, también, mayor significación:

«No hay impulsos de vuelos,/ ya no sueñan los sueños,/ que en la primavera de sangre,/ a puñal grabados quedaron los nombres innombrables/ de aquellos muertos/ ni esos sueños». Este tipo de redacción permite utilizar diversos métodos de interpretación. La premisa de Bachelard en el sentido de que el vuelo se inicia en el impulso y no en la pesantez de supuestas alas, se hace aquí posible; como también el que ese vuelo (el impulso sexual en Freud) ha sido cortado, violado en su más íntima sensualidad por la estupidez de algún septiembre («la primavera de sangre») que aparece entonces como sentido.

Ana Rosa Bustamante nos recuerda a otra poeta valdiviana, Maha Vial, por el desenfado y el desafío. Pero en Vial, en quien se observa una obra de mayor experiencia y por tanto una pluma más elaborada, la palabra transita en terrenos de orden sociológico y como enfrentamiento, como denuncia. Es, en este sentido, más bien posmoderna. En cambio en Bustamante, su fuerza persiste por el momento en el entorno de lo natural como herencia del modernismo y, a la vez, como oposición de una normativa más regulada y, por ende, legitimada. Lo valioso en esta demostración de poesía femenina es la voluntad de quiebre frente a una mayoritaria creación de mujeres que pasa más allá de relatar un caso de buena voluntad atropellado por el desamor y por «esas terribles cosas de la vida».



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