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Silencios y soledades

 

escribe Víctor Montoya

Cuando el Tío me pidió que contara algo más sobre mi vida, aunque ya lo sabía todo desde el día en que llegó a mi casa, me puse intranquilo y me eché hacia atrás, negándome a revelar ante los lectores mi cajita de secretos personales; pero él insistió con la terquedad de un niño, hasta que accedí a su pedido y empecé con el mismo cuento:

Desde hace tiempo llevó una vida excéntrica, como un misántropo apartado de la gente, y en mi soledad, en la cual crezco más hacía adentro que hacia afuera, me siento acosado por los demonios que no se rompen al nacer el día ni al caer la noche. Ellos habitan en el pozo de mi memoria, que se parece al sótano de una casa antigua. Con el transcurso de los años, me fui acostumbrado a escuchar el silencio de mi escritorio, donde dialogo conmigo mismo, repitiéndome las mismas historias como en un interminable soliloquio. Ya bien decía Francisco Quevedo: vivo retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos....

¡Qué hermosos versos, sublimes y clarividentes! se regocijó el Tío, como encandilado por un palíndromo. Ni yo mismo, que tengo diablo, podía haber dicho algo mejor, pues como recordaba el maestro Onetti, al menos según la versión del pelado Galeano, las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio.

Así es corroboré. Además, bien reza el refrán: A boca cerrada no entran moscas. A veces, cansado de hablar conmigo mismo, pienso en que lo mejor sería cerrar la boca para siempre, no sólo por eso de que a boca cerrada no entran moscas, sino porque creo haber comprendido el sabio proverbio: hablar es plata, callar es oro. Más todavía, mientras la vejez me pisa cada vez más en los talones, opto por hablar menos, quizás porque al fin aprehendí en su cabalidad lo manifestado por los sabios pensadores, entre los que se encontraba mi abuelo, quien, aun sin saber que era uno de ellos, me recomendaba una y otra vez: Si hablas, no hables huevadas....

El Tío no comentó mi elocución, ni por mucho que escuchó dos veces la palabra sabio, pero de algún modo se identificaba con mi estilo de vida. No en vano vivía aislado en un paraje alejado del interior de la mina, rodeado de oscuridad y silencio insondables, aunque de cuando en cuando tenía la compañía de los mineros, quienes le ofrendaban y le rendían pleitesía. No obstante, sumergido en las oquedades del socavón, al cual se condenó así mismo por haber negado la existencia de Dios, llegó a la conclusión de que si una persona tenía una vida sin amigos, tendría también una muerte sin testigos. Quizás por eso, me miró seriamente a los ojos, reflexionó un instante y preguntó:

Dejaste de asistir a lugares públicos, ¿verdad?

En efecto contesté. Hace tiempo que no asisto a recintos públicos ni a espectáculos literarios, donde menudean los farsantes y los llamados literatos, quienes me provocan más náuseas que los vómitos de un borracho. No soporto sus poses estudiadas ni sus aires de tipos interesantes. Es posible que esta conducta obedezca a mi carácter poco dado a la vida mundana. No me preguntes el porqué, no te lo podría explicar, salvo que padezco de la fobia de ágora.

O sea que prefieres andar solo que mal acompañado.

Sí contesté seguro de lo que pensaba. Estando solo me evito los dolores de cabeza y los retorcijones de estómago, y me siento libre de escuchar las palabras necias de la estupidez humana.

Tal vez tengas razón dijo. La elección del camino de la soledad voluntaria, a veces monacal, permite elaborar, en el silencio y la meditación, ideas coherentes con la realidad y opiniones fundamentales para cualquiera que tenga dos dedos de frente. Ahí tienes las dos frases de Henrik Ibsen; la primera: El hombre más fuerte es el que está más solo, y la segunda: Sólo soy verdaderamente yo mismo cuando maduro mis pensamientos en soledad.

Le escuché atento, como casi siempre que expresaba una brillante idea con una chispa de suprema inteligencia, hasta que de pronto se me ocurrió otro razonamiento y, parecido al feligrés que desembucha todo delante del sacerdote metido en el confesonario, le dije:

Salgo poco y las pocas veces que salgo es para tomar un poco de aire fresco y no trepar por las paredes de mi escritorio. Con decirte que no conozco la ciudad donde vivo, te lo digo todo, así te parezca insólito y hasta una exageración de grueso calibre. Mi vida ascética se ha tornando en una forma de existencia casi hermética.

Vivo como un eremita y escondido como un cangrejo ermitaño.

Ya sé todo eso replicó el Tío, pero no exageres tanto. Yo conozco tu situación familiar; tienes tu doña y tus guaguas, y eso no es lo mismo que vivir solo ni estar completamente aislado. Está bien que no formes parte de las tojpas (grupúsculos) ni seas un fiestacohetillo. En el mejor de los casos, tienes que fungir como un ser solitario, al que todos se lo imaginan a su manera, con mayores o menores aciertos, un poco distante de los dioses y los diablos. Es decir, no debes acercarte mucho a la gente que te quemes ni alejarte demasiado que te enfríes. Es necesario que te mantengas a una prudente distancia, a medio camino entre la vida pública y la vida privada, como un buen cuento se mantiene a medio camino entre la realidad y la fantasía. Por otra parte, te sugiero que sigas viajando para promocionar tu obra, porque si tú no lo haces, nadie lo hará por ti, y menos quienes por envidia procuran tu caída. Tampoco dejes pasar las oportunidades ni dejes de registrar tu recorrido con una cámara fotográfica, para que después puedan rastrearse tus huellas y saber que estuviste donde estuviste. A propósito, me encanta esa fotito que te tomaron en la Universidad de Pekín, firmando tu autógrafo en medio de un ruedo de hermosas chinitas que, por su estatura y aspecto, se parecen a las ñustas del incario. ¡Ah! Y se puede saber, ¿quién es esa chinita que está parada a tu lado?

No jodas, Tío le dije. Es mi mujer, ¿no la reconoces acaso?

Él me miró extrañado, como haciéndose el sueco, y exclamó:

¡Ah! ¿Es ella?

Claro que sí contesté. Aunque parezca chinita, es más orureña que un quirquincho de arena adentro.

El Tío se rió en mis narices, como cada vez que me tomaba el pelo. Después volvió a la seriedad y dijo:

Ten mucho cuidado con la soledad, que puede arrancarte de la razón y empujarte al abismo del delirio y la locura, como a ese escritor suicida que, atormentado por el chillido de los niños, el maullido de los gatos, el ladrido de los perros y el bullicio de la gran ciudad, se acercó a la mesa de su escritorio, sacó una bala del cajón, cargó el revólver, ajustó el silenciador, se apuntó en la sien y se pegó un tiro. Cuando la policía recogió su cadáver, con un agujero entre ceja y ceja, encontró en su bolsillo una nota que decía: ¡Lloren, pero en silencio!

Y aquí estoy, todavía en silencio..



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