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Germán Espinosa |
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escribe Ángela García Cuando leí por primera vez a Germán Espinosa, tuve la sensación del regreso a un pasado remoto, que sólo se siente leyendo a Paracelso o al Humberto Eco de En nombre de la rosa o el Péndulo de Foucault. Los personajes inmortales que conocemos por la Biblia o por las grandes aventuras humanas a lo largo de los tiempos, vuelven a tener vida en sus relatos, frescos, cosidos de comienzo a fin a una minuciosa tensión. Sin embargo en no pocos de sus cuentos, el lector infiere que la historia pese a esos rasgos definitivos y epopéyicos no ha sido guardada siglos ha, en los fanales de las estanterías de bibliotecas sagradas, sino que es reciente; no vienen de ciudades lejanas y míticas de Europa o Asia, sino que son próximas, de su Colombia del siglo XX, contempladas y puestas en la piedra inmemorial de una literatura de altísimo calado, desde la óptica que trasciende la circunstancia y la anécdota, donde los personajes criollos son tratados ya como protagonistas de la historia universal de la humanidad. Y esto sucede poco a poco, como en una lenta focalización de los atributos reconocibles de tales personajes. Y uno se pregunta por esta facultad del escritor que viviendo y ejerciendo en el presente, puede cabriolar el tiempo en su perspectiva atemporal, preservando sobre todo el pasado y sus contingencias contradictorias, con una sabiduría que parecería digna del hijo de Enoc. Maestro de la ficción, Germán Espinosa se alimentaba de la historia. Viniendo de una familia culta, tuvo acceso a fecundísimas fuentes que encontraron en su alma ávida una tierra singularmente propicia para la creación de mundos, vidas paralelas casi hasta la condición de libros apócrifos. Y la historia en sus variados aspectos -arte, religión, ciencias ocultas- la historia contradictoria y absurda puso a su servicio una clave para imitar la coherente lógica del sinsentido, haciendo énfasis en personajes enfrentados a situaciones límite, que podían estar marcadas por la malignidad del universo o por la presión de una duda, según sus propias palabras. Es imposible aburrirse en una novela de Germán Espinosa. Si no es que de entrada la fenomenología de los sucesos que van desarrollando una idea capturan la atención, es el retrato de los personajes, son los recursos descriptivos del tiempo, es la extraordinaria variedad léxica, es el desparpajo de una lengua (español clásico que parece recién extraído de su cantera, generoso y lúbrico en toda la magnitud de sus posibilidades) que a veces ruboriza, otras nos atrapa en su fresca vibración y nos envuelve en sus laberintos barrocos, o es la transparencia de un humor inesperado entre tan serios elementos. El haber hecho suya la clasicidad de la lengua en un juego contemporáneo y a la vez intemporal es quizás lo que convierte sus cuentos y sus novelas en piezas plásticas que vienen justo de un lugar donde la lengua se quedó como oferta, virgen en su exigente virtuosidad. Y también ahí su erudicción encontró acomodo para la verosimilitud del talento ficcionador. Porque el lenguaje es de carne está liberado a las concupiscencias de la sensualidad en el reino de la imaginación. Esto he aprendido, entre los maestros de dos escritores colombianos Germán Espinosa y un contemporáneo suyo Héctor Rojas Herazo, desaparecido varios años atrás, quien también nos hace vivir estas cimas perturbadoras y festivas de la literatura. Ambos de origen costeño, dedicados al periodismo en sus inicios como escritores, libadores insaciables de libros de sabiduría, cultivadores de la imagen, (en el caso de Héctor con pluma pincel); ambos enamorados de sus esposas en relaciones paradigmáticas donde el amor venció la costumbre y se convirtió en mutua imantación creativa. Ambos insuficientemente valorados en su época. Germán nacido en 1938, escribió alrededor de 40 títulos en poesía, cuento, ensayo, biografía y novela. Ocupó cargos diplomáticos en Nairobi y Belgrado. Entre sus novelas La tejedora de Coronas es la más leída, una de las obras «obras representativas de las letras humanas» según la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). En el 2004 recibió la Orden de las Artes y las Letras, otorgada por el Ministerio de Cultura de Francia. Otras de sus obras de obligada lectura son Los cortejos del diablo, El signo del pez, La balada del pajarillo, La aventura del lenguaje, Cuando besan las sombras. Murió el pasado 17 de octubre en un hospital de Bogotá, después de haber sobrevivdo dos años a su mujer, lo que nunca deseó ni creyó lograr pero consiguió sólo mediante la trampa del demiurgo, teniéndola cerca mientras terminó su última novela Aitana a ella dedicada y presentada en la más reciente Feria Internacional del Libro en Bogotá. Germán, cronista de los viejos tiempos, calificó los nuevos como una tautología del tiempo. Los de antes eran mejores porque inventaron el horror. Los de ahora son meras repeticiones, producto de la decadencia. |
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