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Miedo y espanto en la obra de Velia Calvimontes |
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escribe Víctor Montoya El libro Misteria pavoria. Cuentos de terror, publicado por la editorial colombiana Panamericana e ilustrado por Luz Stella Rodríguez, es una verdadera cajita de sorpresas. Se trata de una obra compuesta por cinco cuentos de espanto y aparecidos, reunidos bajo un título sugestivo que atrapa de inmediato la atención del lector. La narrativa de Velia Calvimontes, avalada por un estilo limpio de ripios, hace gala de un lenguaje sencillo y ofrece una lectura amena a los lectores de todas las edades. Los cuentos, que destacan por el buen manejo del hilo discursivo, nos relatan las historias de muertos, almas en pena y personajes del mundo esotérico, poniendo en boca de sus personajes palabras apropiadas y recreando situaciones sobrecogedoras, como en los cuentos A dedo y El fraile encapuchado. Los relatos más tétricos discurren en ámbitos insólitos, que van desde un cementerio hasta el patio trasero de una casona de antaño. No faltan los gallos y caballos, el tañido de la campana, el llanto de los difuntos, el lamento de los condenados, el viento y la tormenta, que son también personajes secundarios.Todo esto recuerda a esos seres que estando muertos, según la tradición y creencia popular, retornan al reino de los vivos para vengarse de sus enemigos y ajustar cuentas con sus deudores. Son cuentos de la más pura tradición oral que los niños bolivianos, hasta el día de hoy, se siguen contando sentado en un ruedo y bajo el resplandor de la luna. Así ocurría en las tabernas coloniales, donde se daban cita truhanes y cuenteros, músicos y ciudadanos de vida alegre, en afán de confabular los sucesos más inverosímiles que imaginarse pueda. Los parroquianos, blandiendo el verbo cual espada de doble filo, abordaban temas de miedo y espanto, con una imaginación desbordante y acaso proclive a las supersticiones. Muchos de esos relatos llegaron con los colonizadores que se asentaron en la Villa Imperial de Potosí una vez descubiertos los ricos yacimientos de plata. De ahí que Velia Calvimontes, en su cuento Un aullido en el cementerio, ambientando en el siglo XVII, nos recuerda que las naves llegadas de allende los mares, además de traer noticias del Viejo Mundo, venían cargadas de historias que fascinaban a propios y extraños Las consejas coloniales, atravesadas por personaje que aparecían y desaparecían de un modo misterioso y sin ninguna explicación lógica, se mezclaban con la chismografía sobre la vida privada de los habitantes de las urbes, sobre todo, de las familias consideradas poderosas, donde aparentemente sucedían hechos increíbles y macabros, como ocurre en Un aullido en el cementerio, cuyo argumento gira en torno a un hombre que, siendo en vida rico pero avaro, se condena a poco de ser sepultado. Las beatas dicen que se trata de un castigo por haberle negado al cura una contribución para reparar la campana de la iglesia. Los vecinos saben también que los aullidos lastimeros son de don Crisanto, quien, presa de su avaricia, no encuentra paz en su tumba. Mientras esto se comenta de boca en boca, los jóvenes parroquianos, reunidos en la taberna y en plan de desafío, hacen apuestas por quien se atreva a entrar en el cementerio a medianoche y, en señal de su valentía, dejar un puñal sobre la tumba de don Crisanto; un reto que no pocos rechazan atravesado por un temor que les recorre el espinazo. Sin embargo, como en todo cuento bien contado, no falta uno que, luciendo espada al cinto y aspecto de valiente mancebo, se atreve a probar su bravura. Entra en el camposanto, se acerca a la tumba de don Crisanto y, en el justo instante en que va a clavar el puñal en el lugar preciso, se le aparece el muerto envuelto en un manto oscuro. El mancebo se lleva tal susto que cae fulminado por un ataque al corazón. A la mañana siguiente, sus amigos que apostaron por él, lo encuentran con el rostro ensangrentado y sin un hálito de vida. En El fraile encapuchado, donde el suspenso y la curiosidad se apoderan del lector, se recrea un suceso que se arrastra desde la época colonial en Potosí, donde años más tarde, en el patio de una escuela, Elvira avista a un fraile con el rostro cubierto por la capucha de su hábito. La protagonista, como suele suceder en las historias de aparecidos, se queda helada y con el grito atascado en la garganta. No obstante, y sin salir de su asombro ante tal aparición, guarda el secreto por un tiempo. No se lo cuenta al cura de la parroquia ni a su marido. Primero decide comprobar que la aparición del fantasma no es una aberración de su mente sino un caso real. Para comprobarlo, un día arroja una piedra contra el hábito del fraile; la piedra atraviesa la vestidura y deja un impacto en la pared a modo de señal. Sólo entonces Elvira decide revelarle el secreto a su marido, quien, a pesar del miedo que se le mete entre pecho y espalda, no tiene más remedio que ayudarle a descifrar el misterio de aquella extraña aparición. Una noche acuden al lugar donde el fraile hacia acto de presencia. Abren a fuerza de pico un boquete en la pared de adobe, se deslizan por él y, apenas iluminados por la luz mortecina de la luna, distinguen a sus pies una entrada que conduce hacia un sótano. Para continuar su pesquisa, se arman de velas y mecheros. Una vez en el fondo del sótano, quedan deslumbrados ante una abundante riqueza junto a una docena de ropajes de altos prelados de la iglesia cubiertos de pedrería. Durante tres largas noches, Elvira y su marido acarrean a su casa el tesoro escondido, y, una vez convertidos en ciudadanos prósperos, abandonan Potosí para disfrutar de su fortuna en una ciudad valluna. Hasta aquí, todo parece tener un final feliz como en los clásicos cuentos de hadas, pero no, en El fraile encapuchado los sueños se tornan en pesadillas; primero se desvanece la dicha en la familia de la pareja, y después Elvira, la protagonista principal, acaba enloquecida por haber visto y tocado lo que no debía. En La muerte azul, inspirado en un acápite del libro Exploración Fawcett del explorador inglés Robert Fawcett, nos arrima a finales del siglo XIX y al peligroso trayecto entre La Paz y los Yungas; un recorrido que los aventureros, arrieros y errantes hacían a lomo de bestias. En este territorio, cubierto de niebla, precipitaciones y vegetación exuberante, el protagonismo recae en un jinete buscador de fortunas, quien, en procura de pasar la noche, pide hospedaje en un aposento. El posadero le niega arguyendo que todos los cuartos están ocupados, mas el forastero, pistola al cinto y sin darse por vencido, solicita el último que queda, justo aquél donde todo quien entra no sale con vida. Aquí valga destacar que la sola descripción del cuarto, como en las historias de crímenes y terror, constituye un excelente recurso literario que le permite al lector ubicarse en un contexto escalofriante. Entrada la noche, y mientras afuera la tormenta ruge como bestia herida, en el cuarto de la muerte, donde descansa el forastero, se oye el estampido de un disparo. El dueño de la posada, que apenas alcanzó a cerrar los ojos, salta de la cama y se dirige al temible lugar, donde el forastero sigue con vida, aunque visiblemente pálido. Ante semejante realidad, el posadero no se lo puede creer, pero el protagonista del cuento se encarga de explicarle que estando en la cama, todavía despierto, vio que por el orificio del cielo raso descendía una gigantesca tarántula, que era la causante de las muertes que se producían en ese cuarto, donde todos aparecían al nacer el día con la cara y el cuello azules. Velia Calvimontes Salinas (Cochabamba, Bolivia, 1935). Escritora y profesora de idiomas. Figura destacada de la narrativa infantil y juvenil. Debutó con su libro «Y el mundo sigue girando...» (1975). Obtuvo premios nacionales e internacionales. Entre sus obras destacan: Abre la tapa y destapa un cuento (1991), La ronda de los niños (1991), El uniforme (1993), Amigo de papel (1995), Lágrimas y risas (1995), Cuentos de la vida (1997), En busca de hogar (2002), Sabor a Navidad (2005), «Nueve noches y un día» (2007), «El niño de la pérgola» (2007) y la serie de libros sobre Babirusa que, desde el año en que empezó a publicarse (1993), se ha convertido en una referente de la literatura infantil boliviana, como Papelucho, la clásica obra de Marcela Paz, es un referente del cuento infantil chileno |
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