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Hablando de mi vecino |
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escribe Emilio Comas Paret Desde la ventana de mi casa veo la casa del vecino. Pintada de azul fuerte desde hace mucho, (recién fue vuelta a pintar con el mismo tono) tiene los techos rojos, relucientes al sol; al frente una calle, casi siempre solitaria, (es una calle accesoria del reparto habanero donde vivimos). Al cruzar la calle hay una nueva construcción que según dicen en algo tiene que ver con mi vecino, pero a pesar de estar terminada su fase constructiva, nadie la habita ni la disfruta y en el barrio no se sabe por qué. Algunas mañanas, bien temprano, mientras tomo ese café fuerte, recién colado, que realmente me despierta al trabajo, lo veo salir de su casa. Todo vestido de verde, la pistola colgando al lado derecho del cuerpo, las botas de caña alta y la boina negra. Lo espera un viejo auto Volga, negro, de la época soviética, al cual sube calladamente luego de saludar con discreción al chofer. Tal parece que siempre meditara profundamente y que nada referido al ambiente cotidiano lo afectara, solo el saludo de algún vecino le arranca la breve sonrisa y ciertas palabras de cumplido. A veces asciende al auto con un tabaco recién prendido, que a pesar de la distancia que nos separa, puedo, en un alarde de imaginación, oler su aroma de Vueltabajo. Dice un vecino que trabaja cerca de él que es un hombre muy delicado, muy cuidadoso en el trato con los demás, pero que cuando tiene un criterio no se lo calla ante nadie, dice que le gusta tomar mate amargo en una especie de güira terminada en punta a la que llama calabazo y que lo absorbe con una cosa metálica, como una cucharilla de cabo largo, que le dice bombilla. Cuenta este vecino que le encanta comer ajiaco, que él le llama olla podrida y que una vez, estando alguien de visita para almorzar en la casa azul oscuro, vio cuando le sirvieron arroz, malanga y bistec y al invitado arroz, malanga y huevo frito; y al notar mi vecino la diferencia, tomó un cuchillo y partió en dos su bistec, compartiéndolo con el amigo invitado. Dice que la descarga que le echó al cocinero todavía lo pone rojo en el recuerdo. Y es que no había más carne, solo ese bistecito, dicen que dijo el otro. Alguien comentó también que es médico, pero nunca lo ejerce, que le gusta hacer fotografías y leer, hasta poesía, y colecciona poemas de Martí, Vallejo, Guillén y Neruda. No soy amigo de mi vecino, aunque alguna vez he compartido con él algún saludo, y en cierta ocasión lo oí hablar ante un grupo reducido sobre una fábrica que nos habían vendido los checos socialistas de entonces, y que según él era la obsolencia misma de la tecnología. Algo así como una estafa. Alguien al oír mi historia contó de haberle oído catalogar de muy cobardes a ciertos burgueses por haberse dejado nacionalizar determinada industria. (El término que usó este vecino no fue precisamente cobardes, fue uno más soez, pero que no lo escribo por decencia). Dicen todos que mi vecino murió hace cuarenta años en una selva remota, pero eso no es verdad, porque o yo estoy loco y con el Mal de Alzheimer, o lo veo llegar bien de madrugada algunas noches en que hay desvelo o en las mañanas aún brumosas lo descubro subiendo a su viejo auto Volga negro y doblar luego en la esquina con rumbo a la Plaza de la Revolución. Siempre enfundado en su traje verde, con la pistola, las botas de caña alta y su boina de una sola estrella luminosa. Edificio de 21 Plantas |
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