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Los últimos escritos de Millán |
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escribe Juan Cameron Veneno de escorpión azul reúne los últimos escritos -más bien «una abundante selección de las anotaciones efectuadas por el autor» según reza una nota introductoria- del poeta Gonzalo Millán. Recogidos por su compañera conforman el diario de su agonía, que fuera publicado recientemente por la editorial de una universidad capitalina. «Se jubiló el duende con mi enfermedad -anuncia Gonzalo Millán en el último párrafo que escribiría. -Lo vi anotar algo en unos papeles arrugados. Me voy a Portugal, dijo sin mayores explicaciones. Había la voz de un fado esperando por mí». La anotación está fechada el lunes 2 de octubre de 2006, a las 19: 45 horas. Lo fuimos a enterrar el domingo 15 y los de su generación leímos textos suyos en el Crematorio del Cementerio General de Santiago. Antes, en un ritual religioso, el sacerdote había perdonado -¡Vaya presunción!- los pecados del poeta. De seguro no lo conocía ni lo conocerá; el Arte es oficio de otros. Estas postreras líneas dan cuenta de la voluntad de Millán por dejar de escribir en ese momento. Carece de fuerzas y deseos. No quiere (lo ha expresado antes) que las palabras se le agolpen sin ninguna significación. La terca declaración cierra la página 321 de Veneno del Escorpión Azul/ Diario de vida y de muerte que transcribiera la poeta María Inés Zaldívar, su compañera en estos últimos diez años, publicado en julio pasado en las Ediciones Universidad Diego Portales. Picado por un cáncer que se le anuncia en mayo anterior, el poeta relata, apunta, vocifera sobre las páginas de los cuadernos escolares que interviene con biromes de tinta y encuaderna por grupos una vez agotados. Tal es su diario. Pero el verdadero veneno del escorpión azul no es otro sino un remedio cubano cedido de su propia alacena por la narradora Pía Barros, aquejada desde mucho antes que Millán, y luego suministrado por la poeta Teresa Calderón gracias a los generosos oficios de Roberto Fernández Retamar en Cuba. La agonía no le resulta una situación heroica o melodramática. Más bien es tediosa, amarga, mortalmente aburridora: «Onda tardedehospital / de / pezoavéliz/ mientras llueve en el Hospital del Tórax. Onda Rilke/ una atroz y triste onda Rilke». El proceso resulta un derrumbe que el poeta trata de neutralizar a través de una escritura permanente intentada en cualquier momento del día. La escritura representa la fuerza que debe procurarse frente a la tentación del suicidio o de la desesperación. Más bien este ejercicio lo induce a cierta falsa normalidad, necesaria para su diario vagabundear (sus vueltas) en busca de un café, del periódico o de los cigarrillos que lo acompañarán hasta el final. Millán es el último flaneur; un flaneur de sí mismo. Pero ante la condena no puede ocultarse. De algún modo la enfrenta con el mismo rigor aplicado a la poesía. Se trata de una situación fastidiosa para el autor; una situación que lo ha puesto allí, lo ha expuesto a pesar de su reticencia intelectual a mostrarse de tal manera. Y, con todo, en cierta medida se hace -voluntariamente- más humano «Sopesar: Calibrar de inmediato/ los efectos / consecuencias/ de tus decisiones» anota al pasar. Y también observa que está más irritable, que debe conceder con quienes le quieren; que los celos le afectan. Y un dejo de ironía aparece de vez en cuando: «Debo corregir mi asumido fatalismo, ese feo parásito». Gonzalo Millán ha sido brillante, hosco, creador, autodestructivo. En el recuerdo carece de paciencia, no soporta estupideces. Una imagen lo delata, en Copiapó, increpando a una asistente que pregunta alguna consabida idiotez. Tampoco concede: «Recuerdo años creativos desvirtuados por una agitada vida, alcoholismo, depresión, pasiones extremas, drogas. La locura como un reflejo de las apariencias entre otros» confiesa en su última página. Meses antes había dicho: «He descuidado, descuidé mi preservación, sometí y aposté la salud al obstinado deseo. No tengo derecho a quejarme. Cosecho lo sembrado. Las semillas del placer engendran tubérculos venenosos». La preocupación por la forma no se pierde frente al final inminente. Sabe que no habrá milagro posible, aunque lo espera. Escritura y enfermedad se confunden a rato en un todo, como en la metáfora de la Sontag o en el destello de alguna esperanza: «Respeto por la corrección, por la tradición. Consulta, chequeo, constatación. La tentación, la atracción de la transgresión». Y en otro párrafo apunta a la necesidad de evitar las frases largas, demasiado largas. Economía de lenguaje que también depende de elementos significantes y, ergo, significantes para él mismo, así las marcas de lapiceras que gusta -dice- en citar «como si fueran encariñados submarinos que surcaran varios mares de colores». Su compañera está allí; su presencia es una sombra en la habitación. Permanecerá a su lado y le ayudará a bien morir aunque las palabras de amor casi no figuren en estas páginas. Después de todo se trata de un duro; al menos esa imagen pareciera el poeta querer para sí: «Contágiame un poco con la belleza que derrochas./ Tenme piedad pero no me compadezcas», le pide; o pide a alguien. La voz del fado lo reclama; muere la madrugada del 14 de octubre de 2006. María Inés Zaldívar está a su lado. Gonzalo Millán Arrate nació en Santiago el 1º de enero de 1947. En su bibliografía figuran Relación Personal (Premio Pedro de Oña, 1968), La Ciudad (1979), Dragón que se muerde la cola (1984), Vida (1984), Virus (1987), 5 poemas eróticos (1990), Strange houses (1991), Trece lunas (1997), Claroscuro (Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, 2002), Autorretrato de memoria (Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, Premio de la Crítica y Premio Altazor, 2005) y el póstumo Veneno del Escorpión Azul (2007). Veinte años antes, en 1987, Gonzalo Millán había sido el primer ganador del premio Pablo Neruda. |
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