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Costa Rica |
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escribe Carlos Morales El próximo domingo 7 de octubre los costarricenses votarán en un referéndum su adhesión o rechazo al CAFTA (tratado de libre comercio con los Estados Unidos). En este artículo el autor enfoca el tema desde un ángulo puramente libresco pero que parece común a todo el subcontinente. Las vastas complicaciones técnicas de un convenio comercial múltiple como el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos (TLC), hacen indispensable su esclarecimiento a la luz de casos prácticos, cotidianos, que estén a la mano del hombre común, porque, de lo contrario, su esencia se queda solo para eruditos. Hay un ejemplo, en el campo de la cultura, que tal vez sirva para entendernos&Y hasta para votar. Allá por los años sesenta, cuando se fundó la Editorial Costa Rica, los escritores y artistas nacionales -productores de libros- se vieron muy beneficiados con la frecuente publicación de sus obras, la repetida convocatoria a certámenes, la aparición de nuevas librerías y un resurgimiento de la lectura y del libro que, rápidamente, auspiciaron la creación de nuevas editoriales y el desarrollo de una industria librera que resultó ejemplar en el istmo centroamericano. Con la creación del Ministerio de Cultura, en 1970, su Departamento de Publicaciones entró también en la competencia y comenzó imprimiendo textos con tirajes iniciales de 7.000 ejemplares, muchos de los cuales se regalaban en sus oficinas a un público ávido que subía tres pisos y hacía cola para retirar el suyo. Se contrataban obras por encargo, se inventaron talleres, se estimuló la joven creación y hasta un concurso anual de portadas se realizaba. Es evidente que aquella florescencia no sólo se sustentaba en lo económico y comercial, sino que prodigaba un enriquecedor baño de conocimiento y arte con el traqueteo de múltiples imprentas en todos los rincones del país. Hoy por hoy, esos destellos de cultura en las décadas 70 y 80, se consideran de oro en muchos ámbitos de la creación nacional. El teatro y la danza, por ejemplo. Después vinieron la crisis del petróleo, la guerra en Mesoamérica, los PAE, la devaluación de la moneda y la impagable deuda externa, que le dieron una puñalada dorsal a la cultura del libro; pero por ahora sólo quiero referirme a un factor doméstico que descarriló por completo la ingente tradición de lectura que teníamos los costarricenses. Mi primer libro, en 1975, circuló 7.000 ejemplares y, su segunda edición, tres años después, 3.000 ejemplares más; según consta en los colofones que tengo a mano: Imprenta Nacional e Impresora Crisol, respectivamente. Eso era lo usual. Hoy, la edición de un libro costarricense no pasa inicialmente de 500 ejemplares, a menudo llega sólo a 200, y casi nunca tiene segunda edición o reimpresión. Estamos hablando -en términos estadísticos- de una disminución en tiraje, por título, del 97%; es decir, que la industria editorial como negocio y su consecuente baño de cultura, disminuyeron en 25 años casi a cero, porque publicar veinte decenas de un libro, es como decir nada o como decir mucho para el agravio de un país que se considera culto. Es posible que haya otros factores concomitantes en este escenario triste de la ignorancia nacional, y no vamos a considerar, por ahora, a la internet, porque ella no había llegado aun cuando apareció el fenómeno que paso a explicar y que hoy incomoda a muchos. En los años 80 germinaron por todo el país pequeñas librerías receptivas a la creciente producción y demanda editorial. Uned, Macondo, Francesa, Italiana, Esotérica, Azul, Motivos, Porvenir, Claraluna, Nueva Década, Acrópolis, Jurídica, Antares, Alexandría y mil nombres más se unieron a las tradicionales Universal, Lehman, Trejos y López que siempre habían atendido el mercado. Todas crecían despacio pero juntas; sin aspavientos pero a buen ritmo, y tendían a especializarse en temáticas o -algunas veces- en electrodomésticos, pero aun así conservaban como gran orgullo el abrirle sus estantes a la producción costarricense, y en sus vitrinas destacaron con agrado los nombres de los autores nacionales que, sea como sea, eran y son, los que empujan ese hervor vital de la idiosincrasia y la cultura nacionales. Pero sucedió que un día, ahí por los noventa, una empresa de gran capital extranjero, dicen que bávaro-mexicano, hoy justamente denominada Librería Internacional compró, en exclusiva y por volumen, los derechos locales de distribución de los mejores sellos españoles, decidió a cuáles libreros nacionales les vendía y a qué precio, y prácticamente logró sacar del mercado a los autores, a los libreros y a los editores costarricenses. Salvo, por supuesto, las contadas excepciones que la legitiman o mucho le convienen. Instalada a todo lujo en el aeropuerto principal y en los llamados moles o males, esta bookshop optó por vender, con otra franquicia, sus saldos del extranjero a precio de nuevos, y así introdujo abundante basura literaria como si fuera verdadera creación artística. Aunque importó titulos buenos, sus lujosos anaqueles de cedro amargo se colmaron de Coelhos, Chopraks, Stills, Crichtons, Kings, Benítez, Roulings, Browns, Shreks, Montaneres, y de toda esa subliteratura fuereña que no debería importarle mucho a la ciudadanía costarricense. El público se fue acostumbrando a las ampulosas campañas de marketing, y a comprar libros caros y malos, como si fueran buenos y baratos, pero en alfombra de espuma con servicio de cappuccinos. Entonces el libro -como producto cultural- fue cambiando en su concepto intrínseco, pues si no venía en acabado de lujo, con código de barras y a precio inaccesible, entonces no debería ser comprable. Lo barato sale caro, habrá dicho algún leso por ahí. ¡Coelho y todos sus cófrades estaban de fiesta! La transnacional fue imponiéndole sus reglas al mercado y cambiándonos, de paso, nuestra vieja manera de justipreciar el libro. Y según parece con todo éxito, si nos atenemos a los muchos competidores que tuvieron que cerrar puertas. Para que un autor o editor costarricense logre colocar sus textos en esa empresa foránea de alfombras y cappuccinos, debe cumplir los requisitos múltiples y arbitrarios que ella exija, debe someterse a su sistema lento de pago y encima, concederle de regalía el 55% del precio que cueste la obra. Y aun así, lo más seguro es que le digan que NO califica, salvo, por supuesto, que se trate de un libro escolar de lectura obligatoria y, por tanto, negocio asegurado; ante lo cual el gigante extranjero baja la testuz y acepta uno que otro producto criollo& Por lástima casi. He visitado recientemente librerías en Argentina y puedo asegurar que el prohibitivo sistema de precios vigente en Costa Rica es de alguna forma consecuencia del influjo de esta transnacional, por lo que aquí los libros valen hasta tres veces más que en Buenos Aires, y no se puede decir que sea por impuestos, pues el libro no los paga. Por ejemplo, el volumen Autobiografía de Fidel Castro, tomo II, vale aquí ¢32.000 y allá sólo ¢l2.000. Historia del rey transparente de Rosa Montero, vale aquí ¢11.200 y allá sólo ¢3.500. Esto se puede comprobar ipso facto con solo ingresar a la página de Amazom.com. Por otro lado, el excluyente programa de compras de la cadena transnacional y su poderoso mercadeo, obligan a los pequeños impresores locales a ponerse a nivel, o morir. Y claro, mueren. Aunque boqueen por un rato. Porque con ese agresivo (aunque solapado) sistema de destrucción de la literatura nacional, la rica empresa foránea se convierte a veces en monopolio y a veces en monopsonio; las librerías y hasta las distribuidoras locales fueron cerrando vitrinas, muchos editores también clausuraron, desaparecieron los sellos nativos y los autores o poetas de acá venden, a pie, sus tirajes de veinte ejemplares. Cuando un extranjero pasa raudo por Costa Rica, suele pensar que sólo esa librería existe. En el aeródromo no permiten otra y por eso no sería raro que diga: aquí ya no existe cultura de nada y piense que solo esos cuatro o cinco libros, más o menos ticos, son nuestra producción en lo que llevamos del siglo. En apoyo a lo costarricense hay excepciones: Universal, Nueva Década, Claraluna. Pero eso mismo confirma la regla, pues las demás ya desaparecieron o bien como la bookstore gringa, aplican una lobotomía intelectual con el 55% de ganancia. Todo esta degollina de la industria librera nacional se ha ejecutado a vista y paciencia de tirios y troyanos, sin contar siquiera nuestros verdugos externos con el privilegio de negociado para extranjeros que les dará el filibustero TLC, el cual garantiza -para estos casos de controversia- un arbitraje en los tribunales de la Cochinchina. Así de fácil es la cosa: proyéctelo usted a la agricultura, a los embutidos, a los frijoles enlatados, a las medicinas, a la biodiversidad, a cualquier producto o invento local& Vamos a quedar en nada de nada y, si surge alguna duda: se reclama en algún país neutro, como los Estados Unidos. Me entienden ahora para qué sirve el TLC. |
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