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Para leer a Silva Acevedo
La magia, la bestia y el discurso

 

escribe Juan Cameron

La reciente aparición de Campo de Amarte, del chileno Manuel Silva Acevedo, que reúne una gran pare de su poesía amorosa, plantea la necesidad de corregir su lectura desde el propio territorio de las significaciones, como apuntara Grínor Rojo. Su riqueza semántica, su figuración zoomórfica y la agradable eufonía de sus versos son los elementos que el lector debe considerar al retomar sus textos.

Manuel Silva Acevedo tuvo una destacada participación en el Primer Encuentro de Poesía Joven, celebrado en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, en Valparaíso, en 1971, actual Universidad de Playa Ancha. Esta es una de las primeras citas de importancia de la Promoción Universitaria del 65. Al año siguiente tiene lugar el encuentro Ocho años de Trilce, en Valdivia, la oportunidad en que la generación con mayor vigencia durante la época de la Unidad Popular, se reúne antes del infame golpe de Estado, en 1973. Silva Acevedo es un referente de aquella promoción, la que giraba en torno a la importantísima revista Trilce y también junto a Tebaida, de Arica (con Oliver Welden, Alicia Galaz y Guillermo Deisler, entre otros) y Arúspice, dirigida en Concepción por el entonces estudiante de Derecho, Jaime Quezada.

En cierto sentido este conjunto de jóvenes poetas establece sus límites frente a la aparición de la siguiente, la Generación del 80, una vez superado en parte el apagón cultural que la dictadura impone con la censura, el toque de queda, el exilio y la persecución política. Otra cita posterior funciona como marca; es el Encuentro de Arte Joven realizado en la Municipalidad de Las Condes en 1978, con una versión en 1979. Por entonces están en plena vigencia los poetas del 50, Lihn y Jorge Teillier, ha reaparecido con fuerza la poesía de Gonzalo Rojas y Nicanor Parra recupera terreno en la intelectualidad chilena. Estos puntos son claves en la tradición poética nacional dentro de la cual reconocemos la obra de Manuel Silva Acevedo.

Silva posee un estilo muy propio y reconocible, el que ha sido considerado y estudiado por la teoría estética en vigor. Carmen Foxley, por ejemplo, apunta en Seis Poetas de los Sesenta, sobre lo grotesco y la bestialización en su poesía. Adriana Valdés, en el prólogo de Suma Alzada, sostiene que este zoomorfismo responde a una vida instintiva, predatoria. Pero esta ha sido una constante en toda su trayectoria, desde el destacado Lobos y ovejas , que publicara la revista Punto Final en 1968, hasta su libro Día Quinto. Pero aquí debe considerarse algo: la adaptación de figuras distintas a la del hablante -héroes civiles, dioses o animales- es un recurso que permite al poeta una mayor cantidad de significaciones a través de figuras retóricas como el símil, la metáfora, la personificación, la sinécdoque u otras.

Lobos y ovejas es un poema previo al quiebre institucional. Para algunos se trata de un vaticinio; los signos sociales de entonces eran leídos por el poeta en tal sentido. Sin embargo, y a pesar de la enorme influencia de ese texto tuvo en otros colegas, el motivo supuesto es tratado en forma directa por Silva Acevedo en Manu Militari, un inédito con el que postula al Taller de Escritores de la Universidad Católica en 1969 y que circula entre los vates de entonces.

La cuestión de la víctima y el victimario aparece, antes y después, en otros autores de nuestra lengua. Está el caso, por ejemplo, en De ciervos y cazadores, de la mexicana Guadalupe Elizalde. Para el académico Grínor Rojo, quien es un excelente lector de poesía, apunta con mucha claridad al deseo de significar más que el de vaticinar allí señalado. Por otro lado Adriana Valdés, en el ya citado prólogo, acierta también al decir que su escritura se aleja -por no afirmar que repele- la fuerte corriente lárica que, en un comienzo, afecta a la Promoción Universitaria del 65. Hay un texto suyo, Diluvio Universal, que es claro en este sentido. Dice Sobre la ciudad cae interminablemente agua del cielo/ todo está desierto/ los anuncios luminosos anuncian nada a nadie. La significación es en verdad el punto. Muy cercano a él Hernán Miranda Casanova, otro claro «urbano» del grupo, termina su inicial poema Estamos en la ciudad (de su primer libro Arte de vaticinar) con una sentencia más bien teórica: «El viento huele a veces a motores Diesel, a asfalto recalentado./ Los gorriones anidan felices en los transformadores de alta tensión».

La magia es otro elemento reconocible en su poética. Silva lo propone temprana y directamente, con Houdini, un poema también publicado muchos años después. Practica un ejercicio similar a hacer aparecer objetos desde un sombrero como desde la memoria colectiva. Así ocurre en su clásico Danubio Azul, tal vez uno de tus textos más logrados. En cierta medida la supuesta magia implica la utilización de los vasos comunicantes que la semántica permite y su más acertado recurso resulta ser la enumeración caótica.

Pero, a pesar de lo lúdico que podría desentrañarse en la poesía de Manuel Silva Acevedo, hay un aspecto bastante formal, cuando no simbólico, que se observa con claridad en Canto Rodado. Muchos, incluso quien firma la nota de contratapa, vieron en este libro una suerte de conversión. Otros, incluso, reaccionaron con violencia. Una seria discusión generacional, provocada por este libro hace unos años en Valdivia, terminó con el K.O.T. de Germán Carrasco a manos del fallecido Jorge Torres Ulloa. El verdadero problema es el sujeto de Canto Rodado no queda bien definido para el acucioso lector; y podría ser el crucificado o es el colgado. Y no está claro si el hablante oficia de sacerdote o de iniciado. Ese es el juego del poeta.

Esta interpretación de su escritura es producida por la fragilidad del lector de poesía. Se repite nuevamente con Día Quinto, donde muchos ven una defensa de la fauna nacional y otros más acertados, un grito de protesta en favor de los desamparados de esta tierra. Pero hay un punto sobre el cual no se ha apuntado con precisión. Una de las características de la poesía de Silva Acevedo, en lo formal, es su perfecta eufonía. Si bien esta puede atribuirse , en la lírica nacional, a la influencia de Gonzalo Rojas, tal unidad entre concepto, discurso y armonía fue legada desde la poesía anglosajona por W. H. Auden.

Manuel Silva Acevedo nació en Santiago, en 1942. Tiene estudios de Castellano, Filosofía y Periodismo en la Universidad de Chile y se despeño como publicista. Ha publicado Perturbaciones (1967), Lobos y ovejas (1976), Mester de bastardía (1977), Monte de Venus (1979), Terrores diurnos (1982), Palos de ciego (1986), Desandar lo andado (antología, 1988), Canto rodado (1995), Houdini (1996), Suma alzada (1998), Cara de hereje (2000) Día quinto (2002) y Campo de Amarte (2006). Existe una edición de Lobos y ovejas en versión alemana (Wölfe und schafe, Münich, 1989).



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