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Hoy como ayer en Colombia: |
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¿Cómo el fin justificaría los medios? escribe Ángela Garcia Me dice un colombiano recién llegado a París, que la represión ha tomado en mi patria proporciones inimaginables: los muertos pasan de cincuenta mil, en su inmensa mayoría campesinos; según él -su frase es casi igual palabra por palabra a la que yo escribí a propósito del Ghetto de Varsovia- toda descripción resulta necesariamente inferior a la realidad. Estas frases las escribió en su diario de viaje, un poeta colombiano, con fecha de febrero de 1952. Su nombre ha sido recientemente evocado por haberse cumplido 45 años de su muerte trágica, en un accidente aéreo sobre la isla de Guadalupe: Jorge Gaitán Durán. Pareciera que parte de sus razones de viaje por el mundo, era encontrar una clave para aportar algo concreto a la insuperable realidad colombiana. Más que por algo se viaja contra algo, reflexionaba. Me pregunto si se conocen suficientemente los terribles acontecimientos de entonces, las dictaduras veladas y abiertas, el asesinato de Gaitán y la subsiguiente época de violencia, que nunca concluyó como se pretendía con el llamado Frente Nacional, alianza entre liberales y conservadores, -la clase dirigente, los empresarios, los latifundistas, el ejército nacional y el clero-. Lo que se hizo fue cambiar la presentación de la violencia para seguir actuando en contertulio. Aliados los partidos, no representativos de la población nacional, le dieron un marco legal a sus propios crímenes o les cubrieron con el vaho de discursos y callaron las razones que habían producido y siguieron produciendo el enervamiento psicológico que ha dado origen a la situación particular-mente convulsa que caracteriza el país. Casi desde la historia misma de la república el terror no ha dejado de sentirse ni un solo minuto en Colombia. Lo que pasa es que no se habla de él. No se volvió a hablar de ese terror anónimo que hace parte de la idiosincracia de los colombianos. La violencia es una enfermedad crónica, escribió el mismo viajero y agregó en otro momento: Cuanto a mi país se refiere, siempre me ha sorprendido el extraordinario poder de simulación y confabulación del colombiano. En este momento no estaba hablando de los furibundos miserables que se atrevían a gritar, hablaba de los dueños, aquellos señores que conocía bien, pues entre ellos estaba su origen, miembro de una familia rica de viejos nexos con el poder. Y no ha pasado el tiempo, por lo menos para que las cosas cambien, sino para que se empeoren. No se necesita esperar la noticia que traen otros viajeros, pues ellas retumban en el éter. Las muertes que se saben y las que se conocen después de los años, cuando sólo aparecen montones de huesos en las fosas comunes. El terror y la simulación. No porque ahora en los hechos recientes se conozca el nombre de los restos mortuorios de once víctimas hay menos simulación (los diputados asesinados en condiciones carentes de detalles) que cuando sucedieron en circunstancias todavía más oscuras. Los ajusticiamientos son comunes en Colombia, la diferencia es que ésta vez conocemos el nombre de las víctimas, y de sus dolientes, podemos ver el terror, la desesperación en sus ojos. Esta vez puede su desesperación ser compartida por muchos que tenían el corazón en vilo a su lado. ¿Pero cuántos miles de padres, hermanos, hijos, esposas ven en estos rostros reflejado su dolor, aún más desamparados, aún más acorralados en la impotencia total, acallados por el miedo, por el veneno del odio irracional? Sus esposos, hermanos, padres, hijos desaparecidos y luego asesinados sin que se puedan reconocer sus despojos. Tres mil se decía en la última contabilidad de restos hallados en las fosas comunes, hace unos meses. Pues en esta nación el abuso cometido ha traspasado hace mucho las fronteras comprensibles, hace más de un siglo que se vive un secuestro masivo, sistemático, legalizado por una Constitución que ha ignorado y borrado de la lista al mayor porcentaje de la población. El hombre colombiano se volvía un misterio, un objeto indescifrable, cuyas reacciones atroces o cuya indiferencia eran explicadas con teorías estúpidas sobre la inferioridad de nuestra raza o la maldad innata de nuestras gentes, continúa Jorge Gaitán Durán reflexionando en su ensayo La revolución invisible. ¿Y de cuántas maneras, durante cuántos periodos presidenciales y en qué proporción se fue inoculando en el alma semejante daño moral ? Nada más fácil por lo demás que aportar ciertas cifras sobre la tragedia del hombre colombiano. Nada más fácil que demostrar con ellas que nuestro pueblo es alcohólico, jugador, enfermo, perezoso, ladrón, asesino o terrorista para usar el vocabulario moderno. Los angustiosos sucesos demuestran que Colombia es el cuerpo del delito, la cosa en qué, o con qué, se ha cometido un delito, o en la cual existen las señales de él. En Colombia existen todas las señales del delito, vano es esconderlo con la parafernalia del patriotismo. Y de ahí la guerra que nuestro presidente quiero esconder. Que la opinion pública internacional no se llame más a confusión, si es que de democracias hablamos. Nótese que no uso la palabra justicia, que resulta un término de locos o alucinados. |
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