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Hasta que la muerte los separe

 
escribe Carlos Morales

Han determinado los expertos, y también los sociólogos (hoy elevados todos al rango de analistas), que la vieja costumbre matrimonial de dormir los esposos en una sola cama grande (full, king or queen) es una tradición en completa decadencia y en vías de extinción. Sobre todo frente a los nuevos descubrimientos más higiénicos y confortables de la física cuántica, que tiende, inexorablemente, a la desintegración de todo lo que es tamaño natural.

Según estos espertises como también se nominan, la vieja cama matrimonial, lecho de bodas, altar nupcial o cama de batalla, como en diferentes momentos se la ha llamado, es, en verdad, un artefacto indócil que se presta muy a menudo para que los cónyuges pasen una mala noche, aunque haya sido inventado para todo lo contrario.

Si bien la gran industria colchonera (de Zurich o San Francisco, de Dos Ríos) ha inventado conjuntos de espuma, agua y resortes plásticos inimaginables para un dolor de espalda o una tortícolis aguda; nadie ha podido negar que las volteretas de un ocupante no despierten o encabriten al otro, que concilia sueños en el extremo opuesto del ring.

No es un tema muy glamoroso, para leer de mañana en un periódico o debatir en la tele, pero el exceso de ruidosidades que se suelen producir durante el reposo nocturno son una verdad granítica que nadie puede tampoco negar, y muchos matrimonios han firmado ya el divorcio por esas toses, flatos o ronquidos; sin entrar a precisar otros efectos adicionales que la censura de prensa nos recomienda mejor no abordar en este ensayo.

Puede ser que en el pasado, cuando no había televisión, ni DiViDi, ni play station, ni tanto entretenimiento nocturno, la cama duplex fuera una obligación, pero -dicen los expertos-, ya no lo es más. Sobre todo si se toma en cuenta que la globalización -quiérase o no- implica un acento en la competencia, en la individualidad y por tanto en la exclusión, en la in-solidaridad.

Dice la prensa europea que Berlín es la ciudad más individualista del mundo, porque es donde más personas optan por vivir solas, lo que ha invitado al comercio y a la industria a crear toda clase de servicios y artefactos exclusivamente para una persona. Se han popularizado así los envases pequeños, las minipizzas, los miniautos, las porciones para uno, las viviendas unipersonales; y no sólo las camas twin.

Ahora se está recomendando con frecuencia, incluso por los consejeros conyugales de televisoras y revistas cardiacas y corrongas (o sea rosas, no médicas), el dormir en camas separadas. Lo cual pretende alargar el divino mandato clerical y evitar, aunque sea un poco, ese incremento imparable de los divorcios, con sus secuelas de niños abandónicos y adultos super-atendidos pero ansiosos de cariño.

Según lo han confesado en la prensa muchos hombres y mujeres prominentes, se duerme bastante más tranquilo en una cama individual o single y, por la mañana, se despierta y se abraza con más ganas la vida, que cuando hay que soportar ese meneo, traqueteo y olfateo inherente a la convencional cama king size.

Es claro que por esta vía de la separación de los cuerpos se puede avanzar hasta la independencia de los cuartos, cosa que ya muchas parejas practican y que tiene la ventaja adicional de que se puede fumar, leer, oír música, jugar naipe o ver televisión hasta la hora que nos dé la gana, sin que brinque la serpiente -o serpiento- de al lado, reclamando por la condenada luz prendida.

Con el paso del tiempo, esta higiénica tendencia anarco-individualista podría servir hasta de anticonceptivo, por la pereza que da, ya con los años, viajar descalzo de una habitación a la otra.

Algunos matrimonios conocidos, incluso célebres, han ido más allá en eso de las distancias y, en vez de cuartos separados, han puesto casa o apartamento a una latitud prudente. Tal ocurrió siempre con la rebelde pareja de escritores Simonne de Beauvoir y Jean Paul Sartre, que nunca se instalaron en una misma casa, con las ventajas que todos podrán imaginar por lo antedicho y por lo que falte& Y también Woody Allen hizo lo mismo con Mía Farrow& ¡Hasta que apareció la china!

Y así, por esa ruta, respetando siempre los novísimos valores individua-listas, evasivos y globalizantes de esta desintegradora posmodernidad, ¿por qué no establecerse los cónyuges en ciudades separadas?, ¿y hasta en países diversos?, con lo cual pareja y herederos disfrutarán experiencias distintas que, de vez en cuando -digamos una vez al mes-, pueden com-partir con los hermanitos de la otra ciudad o país.

En fin, las posibilidades separatistas de la nueva sociedad hiper mo-derna son infinitas, y ya nadie tiene por qué preocuparse de que en la iglesia o en el juzgado, un viejo barbudo y anticuco nos haya sermoneado: los declaro juntos en las buenas y en las malas, unidos -por Dios y por la Ley- hasta que la muerte los separe.

Todo parece indicar -según los sabios susodichos- que la dispersión de camas es un síntoma más de la vida posmoderna, cuya atomización abarca todos los ámbitos de la civilización y no iba a dejar de hacerlo con la familia, antigua célula base de la sociedad pre-cuántica



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