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Una sesión de exorcismo |
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escribe Víctor Montoya
Si García Márquez soñó que asistía a su propio entierro, yo soñé que asistía a una sesión de exorcismo escoltado por cuatro ángeles celestiales le conté al Tío. Cuando llegué a un edificio parecido al Palacio Real de Estocolmo, un hombre, de furtivo andar, me condujo hacia una habitación en penumbras, donde se detuvo el tiempo en otro tiempo. La habitación tenía el techo alto, las paredes decoradas con iconografías religiosas y una alfombra roja sobre el piso de barnizado roble; en el centro había una gran Cruz de Trinidad, apenas iluminada por la luz mortecina de un halógeno, y un catre con cadenas y correas. ¡Ajá! se inquietó el Tío. Por suerte que sólo era un sueño, eh. ¿Y qué más? El hombre, antes de abandonar la habitación, me sujetó de pies y manos en el catre. Al poco rato, no muy lejos de donde estaba, escuché el eco de un portazo, que todavía me zumba en los oídos, y unos pesados pasos acercándose hacia mí. Era el exorcista, un cura alto y recio, sin bigotes ni barba, de mirada profunda y pómulos huesudos; tenía la nariz picuda, la frente despoblada y las cejas juntas; vestía con sotana de negro inmaculado y calzaba unos zapatos lustrosos como su cara; en el pecho llevaba un crucifijo plateado y en la mano una Biblia empastada en cuero. Llegó para liberarme de la posesión del demonio, que me atormentaba en el cuerpo y en el alma. El Tío me escuchó quieto en su trono, como cuando estaba petrificado en una galería del interior de la mina, mientras yo proseguí con mi relato: El exorcista me preguntaba en latín, y yo le respondía una sarta de improperios que no escuchó desde el día de su nacimiento. Los insultos eran de tal magnitud que el exorcista se desfiguraba y adquiría tétricos aspectos, en tanto el corazón le latía contra el pecho y las lágrimas se le llenaban en los ojos como expresiones de su más hondo sentir. ¡Ah, carachos! exclamó el Tío. ¿Y de cómo sabías tú lo que sentía el exorcista? Cómo no lo iba a saber contesté, si el demonio, que estaba dentro de mí, tenía las mismas facultades que tú; podía ver a través de las paredes, oír voces desde el más allá y meterse en el pensamiento y el sentimiento de los vivos. ¡Ajá! dijo el Tío. Luego, sin el mínimo temblor en la voz, agregó: ¿Y qué más hizo el exorcista? Como estaba decidido a conjurar al demonio para que abandonara mi cuerpo, oró al Señor, leyó la Biblia, recuperó la seguridad en sí mismo y volvió a la carga. ¡Sal de ese cuerpo en nombre de Dios! ordenó el exorcista, con la autoridad y la fe concedidas por voluntad divina. ¡Nooo...! respondí con una voz de ultratumba seguida de rugidos y bufidos. ¿Por qué te resistes? ¡Siervo rebelde y desobediente! Porque Satanás existe... Después solté una sonora carcajada y, consciente de que las blasfemias eran pensamientos que se lanzan por la boca como lanzas de fuego, le espeté otra ofensa: ¡¿Quién teme a los curas que se esconden detrás de las sotanas y se refugian en las iglesias?! ¡Besa el crucifijo! dijo el exorcista. ¡Noggghhh! me negué entre espasmos, gritos y convulsiones. Por un tiempo se rompió la tensión en el ambiente penumbroso y volvió el silencio. Acto seguido, el exorcista, en su afán por liberarme del mal, me colocó el crucifijo sobre el pecho para que entrara en contacto con el Creador, pero el demonio, que habitaba en mi interior, demostró su poder físico y se resistió, blasfemó y repitió algunas frases ininteligibles, mientras emitía chasquidos con mi lengua y hacía resplandecer mis ojos. El exorcista retiró el crucifijo, exhausto, pero dispuesto a continuar su lucha contra Satanás. Sacó del bolsillo de su sotana un frasco con agua bendita, que me la roseó tres veces consecutivas. Sabía que la única manera de liberarme de la posesión era flagelándome el cuerpo y, a través de mi cuerpo, el cuerpo del demonio. El suplicio fue tan grande que blanqueé los ojos, arqueé el cuerpo, me levanté a un palmo del catre y eché espumarajos, imaginándome que reptaba boca arriba con los mismos movimientos de un lagarto. El diablo aborrece el agua bendita y las palabras bíblicas lo martirizan dijo el Tío, cabizbajo y taciturno. Así es aseveré. Ni bien sentí las primeras gotas, abriéndome llagas en la piel como látigos de fuego, rugí más que una fiera salvaje. Eché espuma verde por la boca, desprendí azufre por los pelos, y en mi pecho, acribillado por las heridas, se mostró un símbolo tatuado por la escritura de Satanás. No podía salir del trance por mucho que lo intentaba. Me retorcía entre gritos desgarradores y convulsiones de dolor, como si llevara en el cuerpo un reptil incrustado de lado a lado. Al final, expelí heces y orina, acompañadas de una abundante efusión de sangre por la boca, la nariz y las orejas. Ummm, eso es muy grave dijo el Tío y se quedó callado, mientras yo continué con el relato: El exorcista, tras librar una ardua y larga batalla contra el maligno, quedó agotado y jadeante. Se arrodilló sobre la alfombra, hundió la cabeza contra el pecho y se sumió en un sepulcral silencio; un lapso en el que pude oír los latidos de mi corazón y el tictac del reloj en una habitación contigua. Poco tiempo después, y al darse cuenta de que lo miraba desde el catre, la cabeza ladeada, las manos y los pies abiertos y sujetos por correas, se incorporó despacio, besó el crucifijo, acarició el lomo de la Biblia y rezó con los ojos cerrados, pero la maldición persistió dentro de mí, hasta que de pronto levantó el nombre de la Virgen del Socavón. Sólo entonces el demonio, como sierpe espantada de sí misma, huyó con la velocidad de la luz. No sé por dónde salió, pero salió dejándome liberado en cuerpo y alma. Para expulsar de tu cuerpo al súbdito de Lucifer, venciéndolo con la humildad humana y el poder divino, había también que invocar a la Virgen, pero a la Virgen del Socavón reafirmó el Tío, porque el diablo le teme a ella por alguna razón misteriosa, como teme las palabras estampadas en el libro de los libros. Por fin el demonio salió de mi vida y fue arrojado al lago de fuego, donde sería atormentado día y noche por los siglos de los siglos dije sin disimular mi júbilo. El exorcista, al término de la sesión y conforme con haber logrado su propósito, giró sobre los talones y abandonó la habitación. ¿Y qué más? indagó el Tío. Cuando desperté de la pesadilla, como quien sale de un trance de locura, me invadió la felicidad y de mis ojos brotaron lágrimas. Me levanté de la cama y caminé hacía la ventana por donde se calaba un aire puro y una luz de esperanza. Pero no por eso estás a salvo del diablo dijo el Tío, en un tono duro y severo. ¿Y por qué no? pregunté con una voz llena de sumisión y respeto. Porque tú seguirás siendo el templo de mi vida contestó el |
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