inicio | opinión | notas | cartelera | miscelanea sueca | suplementos | enlaces 29-Junio-2007

Guadalupe Elizalde, poeta mexicana
El contraespejo del Arcángel

 

escribe Juan Cameron

Dueña de un estilo propio y singular, la cerrada y fuerte eufonía de la poeta mexicana Guadalupe Elizalde encierra un mundo plagado de imágenes y, tal vez, de una dolorosa experiencia vital. Será la búsqueda del amor, en definitiva, la única salida posible hacia la salvación, sostiene en su armónica escritura. Astillas del tiempo y Asesino en casa son sus más recientes producciones.

La versión argentina de Astillas del tiempo, publicada por Ediciones tsé-tsé a diez años de su primera publicación, en México, introduce acertadas modificaciones rítmicas y una buena cantidad de poemas que dan cuerpo al volumen. De los treinta y ocho textos originales mantiene treinta y cinco y agrega quince nuevos en un orden más lógico que el entregado en la edición mexicana.

El escenario sobre el cual desarrolla la poesía Guadalupe Elizalde es muy particular y responde a un estilo propio. Su aparentemente cerrada expresión mantiene un ritmo claramente identificable -y a la vez lento e intenso- y una armonía sustentada en equilibrios casi escultóricos para dibujar el texto sobre la página. Esta forma producen un fuerte interés en el lector para ingresar en el texto y desentrañar cuanto ella dice. Porque Elizalde, en definitiva, nos habla desde la pasión humana.

Sin embargo, al revisar este poemario, el acto de amar, con su auténtica intensidad y su vibrar resulta -según la poeta- un ejercicio inútil, una entrega sin sentido en tanto éste se consume en su inmediata realización: «siempre fue así de las ramas/ al florero// estaciones de agonía» (en Vana lección). Para ella existe como permanencia; aunque esta certeza nazca de la ausencia del mismo -o de su inusitada búsqueda- y sea, dicha incongruencia, la fuente de su sentido y realización: «la mente evoca el tálamo futuro/ polvo del polvo/ génesis del génesis/ deslinde aéreo de una piel que se arranca/ como el sudario de una víbora/ para renovar/ idéntico homicidio» (en Sudario).

Elizalde practica una forma de doble metáfora ya señalada para la más moderna poesía; juega con las imágenes vinculando unas dentro de otras, para forzarla después con una nueva vuelta de tuerca. A veces este ejercicio apunta a una solución retórica y, en otros casos, se usa para ocultarse como un badajo en las faldas colgadas de un ropero: «Las menciones a los roperos como locaciones posibles, son literales, lástima que hayan caído en desuso» /en Confesión de parte, nota explicativa de Asesino en casa). La realidad es afuera insoportable; cuando no despreciable: la niña que fue, la pequeña herida por los acontecimientos del mundo moderno, la cálida ternura que parece esconderse tras una imagen de extraordinaria fortaleza, responden al quiebre sustancial, a aquel original laberinto del tiempo donde el amor, como circunstancia creadora y fundamental, la convertiría -al negársele- en una huérfana de guerra. Enemigo en casa es un ejemplo, un testimonio brutal de aquella situación.

El tema, la violencia en su forma más cotidiana y, más aún, la violencia contra los menores, marca estas páginas de dolor. ¿Es posible, entonces, es permisible dar paso a los secretos? Guadalupe, en cuyos ojos pastan y beben los lobos de la memoria -en su significado más arcano- clama: «Recordarlo todo/ para olvidarme» (en Canción de las aldabas), asunto que la mantiene aún como «sirgo sobre la pared de aquella celda» pues «quien obligó la mesura en esta cárcel/ conoce la memoria de sus sótanos» (en Cuadro con niño).

Y aquí su lenguaje fino y el rítmico fluir del verso nos adentra -mas sólo a los lectores más osados- desde un mundo que se abre subterráneo y feraz, pero también solar, hacia un paisaje de otredad al otro lado del planeta. Aunque la versión definitiva del verso, como sostiene el poeta peruano Antonio Cisneros, le pertenece a su autor: «oler la tierra prometida/ y en la antesala atestiguar el contraespejo del Arcángel» (en Cosas así).

Pero más allá de esta concentrada textura, o del esquema general o escenario sobre el que Guadalupe Elizalde construye sus versos, existen piezas de notable valor y capaces de sostenerse por sí mismas. Cito, entre varias, De ciervos y cazadores, Niño de aceitunas y De tigres y panteras.

La primera resulta una profunda reflexión sobre los roles que toda actividad humana nos exige; ya sea como víctima o victimario, ya como comprador o vendedor de toda singular oferta. En tanto «El ciervo no distingue entre ramas su cornamenta de pacotilla/ su piel no muda, no es uniforme (...) Confía, apura relojes, acompaña su especie», los cazadores «son atávicos, primitivos (...) Parten el mundo en dos (...) gozan contemplando como se pudren los sueños y las mandarinas». Niño de aceitunas es un sujeto pequeño que ríe y se burla de la impericia ajena: «mirada obsidiana a contraluz/ como faro al acecho, literalmente refractario»; pero el que, a contraluz, le permitirá optar por un cambio, por una mejor opción en su recorrido.

Es un texto que se le agradece. De tigres y panteras, tomado de Antología y Bestiario, se convierte en un ejemplo de su mejor poesía: «Si sobrevivir al tigre os parece heroico,/ amaestrar la jaula...»

La poeta mexicana María Guadalupe López-Elizalde y Gallegos nació en 1957. Reside en el Distrito Federal y es una de las poetas destacadas en el discurso literario de su país. Ha publicado Sinestesia (1989), Astillas del tiempo (1995 y 2005), Fantoche, Xochiquetzal, Antología y Bestiario (Costa Rica, 2004) y Asesino en casa (2005). En 1988 le es otorgado el Premio Nacional de Periodismo, presea Libre Expresión, y en 1991 obtiene el prestigiado Premio Sor Juana Inés de la Cruz. En prosa ha entregado Mario Moreno y Cantinflas rompen el silencio, única biografía autorizada del actor azteca, e Historia de la carpa y el teatro en México. Colabora en diversas revistas y medios de prensa de su país, España y Centroamérica.



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