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Las fogatas de San Juan |
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escribe Ernesto Joaniquina Hidalgo Al escudriñar en mi pasado, en ese mi cándido referente, sigo sintiendo el ulular de esa sirena ubicada en el regazo de aquel alcor minero de San José de Oruro que perennemente anunciaba las jornadas de trabajo al despuntar el alba o al arribo de las lánguidas sombras de la tarde. Esa misma sirena nos traía los mensajes lúgubres que llegaban hasta el espinazo, como la muerte anunciada de un trabajador del subsuelo que había perecido dando tumbos entre roca y carne por los abismos dantescos de la mina y que una vez recogido su cuerpo trozo a trozo por sus compañeros, era velado en la sede social de los obreros. También recuerdo aquél mismo sonido estridente de la sirena que gemía y no dejaba de menguar la fatídica mañana del 24 de junio de 1967 convocando a los obreros a una asamblea de emergencia en apoyo a los compañeros mineros de Catavi y Siglo XX masacrados vilmente esa madrugada por fracciones del regimiento Camacho y Rangers de Oruro, con el pretexto de evitar el supuesto foco subversivo que se gestaba en aquel distrito minero a raíz de la presencia del Che en Bolivia. Son cuarenta años desde aquel día en que sombras medrosas pero fuertemente armados bajaban de los vagones en la estación de trenes de Cancañiri y en sigilo asediaban aquel campamento minero mientras los obreros festejaban con coca y aguardiente aquella noche de San Juan. No tardó la orden de abrir fuego y la soberbia militar disparaba a quemarropa y a toda sombra que se movía, incluso al cielo por si acaso cayera dios. Escenas conmovedoras que fueron reproducidas en el lente cinematográfico de Jorge Sanjinés, El coraje del pueblo. Aquella mañana, un hálito etéreo se apoderaba del poblado de Llallagua y la Salvadora, amanecía con olor a pólvora y sangre minera. Que dolor insólito, que curiosa premonición, mientras el dictador René Barrientos Ortuño y la CIA se alborozaban por sus crímenes, nuestros caídos eran soterrados en un mar de lágrimas y alaridos fónicos, sentimientos pletóricos de rebeldía y dolor ausente. Desde entonces mucha agua corrió bajo el puente de la historia. No se logró la ansiada simbiosis del proletariado minero con la guerrilla del Che como anotara en su momento Regis Debray, pero tampoco se pudo aplacar la sed de justicia del pueblo a base de genocidio y ayer como hoy todos los sujetos de esta historia, tienen sus apelativos y lugar que se merecen. Cada vez que siento las partículas de sílice en los céfiros helados de los desmontes, todo se torna a morriña, todo me sabe a copajira, a explotación, a tragedia humana. Cuando contemplo su campamento de palidecidos aposentos, de tugurios silentes cual espectros mudos que cobijaron vidas en épocas del emporio minero, es cuando me recuerdo de mis mayores, de mi gente con guardatojos y ajuares hechos jirones, me recuerdo de la pulpería que siempre estaba atestada de mujeres humildes, cómo no acordarme de los mítines y los debates apasionados de oradores mineros transmitidos en directo por la radioemisora San José, igualmente recuerdo el día de un extraño encuentro de mineros, con mucha humildad y en reservado silencio les daban un abrazo de despedida a tres compañeros obreros, que años más tarde me enteraba que eran los hombres que partieron a Ñancahuazú, uno de ellos, el padre de un amigo de barrio, Julio Velazco Montaño (Pepe) junto a los dos compañeros, David Adriázola Veizaga (Darío) y Pastor Barrera. Años más tarde la misma sirena del campamento nos traía mensajes populistas que aún retengo en el recuerdo como la escuálida hilera que formamos a lo largo del camino todos los niños de la escuela Guido Villa Gómez, uniformados como blanca estela para recibir en ovación singular el arribo de aquella comitiva presidencial al distrito minero, con un menudo personaje pero de enorme simpatía entre los mineros quienes le nombraban afectivamente JJ Torres. En estos mis recuerdos cual caja de Pandora en donde cohabitan todos mis espectros, existen dos hermanas gemelas y tal vez las más preferidas porque me suenan a mujer: Esperanza y Libertad son sus nombres y en estos tiempos de cambio revolucionario se muestran más gallardas y vitales y a pasos resueltos transitan este volcánico continente. Sí cumpas, son cuarenta años desde aquella Masacre de San Juan, pero desde entonces las fogatas en la noche más fría del año son más alegóricas que reales porque el fuego que emana de ellas arde como antorcha candente en la historia y la memoria colectiva del pueblo, ascuas de color granate tan análogas a la sangre vertida de los obreros en aquel momento cuando irrumpe la perfidia desde la oscuridad y las balas asesinas inmortalizan el ideario libertario. |
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