Escribe Lisandro Otero
En febrero ha tenido lugar, en Munich, la 43º Conferencia sobre políticas de seguridad que muchos califican como el "Davos de la seguridad". Trescientos especialistas se han reunido para estudiar las estrategias que pueden impedir un choque indeseado.
Por Rusia acudió Vladimir Putin y por Estados Unidos el flamante Secretario de la Defensa, Robert Gates. Ambos, ex espías. Putin ansioso por restablecer la autoridad y el señorío de la vieja Rusia; Gates, deseoso de no agitar demasiado un escenario mundial que el conflicto en Iraq le sitúa en minusvalía.
La expansión de la OTAN es vista en Moscú con preocupación. En diciembre de 2001 Bush retiró a su país del tratado Antimisiles para dar paso a un costoso programa de escudo espacial contra cohetes. Polonia y Chequia encabezarían los territorios donde serían emplazados los nuevos instrumentos de guerra. Los países más dóciles, los más sometidos entre los sumisos, los que más se arrastran ante el imperio, serán los elegidos para encabezar la agresión: polacos y checos a la cabeza de los peleles sin voluntad propia.
Putin declaró que la Tercera Guerra Mundial no estalló, durante la Guerra Fría, porque se alcanzó un equilibrio. Gates pretende presentarse como un jefe del Pentágono menos agresivo que Rumsfeld: es la nueva imagen seleccionada. Putin afirmó que las tensiones de la Guerra Fría dejaron atrás muchas municiones sin explotar que aún contienen sus cargas explosivas.
La arremetida imperial estadounidense desde el Caspio y el Mar Negro contra el blando vientre centro-asiático de Rusia va en incremento. Putin pudiera perder en un breve lapso la zona de autoridad que demoró siglos en construirse. Bush y su clan petrolero presionan para ganar predominio en un área de fuerte concentración de recursos energéticos.
El imperialismo zarista fue armando el Estado ruso con la absorción de naciones limítrofes, buscando áreas de influencia al norte y al sur, hacia los pueblos escandinavos y los musulmanes, accesos al Báltico, al Caspio, al Mar Negro, al océano Pacífico, al petróleo del Cáucaso, alcanzando la salida al Mediterráneo a través del Bósforo y los Dardanelos. Los múltiples problemas fronterizos, étnicos, lingüísticos, religiosos, culturales e ideológicos permanecieron sin solucionarse. Nunca existió una verdadera unidad nacional dentro de la Unión Soviética Los anhelos separatistas y nacionalistas fueron reprimidos por la fuerza. El forajido oportunista, Boris Yeltsin, se aprovechó de la desunión interna para favorecer sus ambiciones y atomizó un gran Estado para poder apoderarse de una parte de él.
Gorbachov promovió una serie de ineptas y problemáticas medidas de transformación del país que ocupaba la sexta parte de la tierra; algunas tenían una noble intención armonizadora de promover la paz. En 1987 autorizó la iniciativa privada, en el 88 se reunió con Reagan y en el 89 efectuó la primera reunión cumbre con China en 30 años. Ese mismo año se reunió con el Papa, en la entrevista inicial de un gobernante de la URSS con el jefe de la Iglesia Católica. En ese año 89 se terminó la repatriación de las tropas soviéticas que se hallaban en una injustificable guerra colonial en Afganistán. En el 90, el Partido Comunista renunció a su carácter de partido único y se puso en pie de igualdad con las demás organizaciones políticas. A la vez se autorizó a los ciudadanos de la URSS a ser propietarios y arrendar o contratar medios de producción, mientras se elaboraba un plan para desmantelar los controles de la producción centralizada y establecer el régimen de mercado libre. En julio Gorbachov aceptó la unificación de Alemania En agosto del 91 se intentó un golpe de Estado que inició la declinación de la perestroika. Cuatro meses después Yeltsin utilizó hábilmente el ansia independentista de las repúblicas eslavas e islámicas y llegó a un pacto que establecía la Comunidad de Estados Independientes y despojaba de toda autoridad a Gorbachov. En diciembre, en una ceremonia que duró treinta minutos, se firmó la disolución de la Unión Soviética y Gorbachov renunció.
La Rusia actual es comparable a la Alemania de Weimar. Su derrota en la Guerra Fría la situó inicialmente en una situación de postración humillante. La captura del poder por un aventurero arribista como Boris Yeltsin significó solamente una etapa de vergüenza, deshonra y desazón, pero Putin trata de extraerla de ese estado de potencia de segunda clase y devolverle su prestigio y ascendencia de gran nación.
|