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El dinamitero milagroso

 
escribe Víctor Montoya

Pasando de un milagro a otro asistió el Tío, te contaré de uno que sucedió en un lejano pueblo minero de cuyo nombre prefiero no acordarme.

Pero si tú no crees en los milagros le dije acercándome a la mesa.

Nuestras miradas se cruzaron por un instante. El Tío estaba sentado en su trono, los brazos cruzados y fumando como una locomotora a leña.

Es cierto admitió con una media sonrisa que se le dibujó en los labios. No creo en los milagros, pero te contaré lo qué le sucedió a un dinamitero, al menos para estimular tu fantasía de escribano y recordarte que no sólo los curas tienen el privilegio de inventar milagros.

A lo que le contesté de inmediato:

No sé si los curas inventan milagros, pero sí sé que tú, en repetidas ocasiones, me dijiste que primero había que ver para creer.

No siempre rectificó el Tío. Tú sabes que, según las creencias religiosas, un milagro no siempre tiene una explicación científica. El que cree no necesita ver, como quienes creen en mí sin haberme visto en su vida.

Entonces, ¿crees o no en los milagros? le amonesté con firmeza, como quien pone a su adversario entre la espada y la pared.

Intentaré explicarte repuso el Tío. Está claro que no creo en los milagros, no sólo porque tengo atributos de diablo, sino también porque sigo parámetros terrenales, como terrenal fue mi principio y terrenal será mi final; en cambio para los creyentes, que incluso creen en lo que no ven, un milagro divino se produce debido a la suspensión temporal de las leyes de la naturaleza, como una señal de que Dios o la Virgen quieren comunicarse con ellos a través de los prodigios y las apariciones.

¿Cómo así? indagué. ¿Qué quieres decir con eso?

Que el que cree, cree, a ojos cerrados y así le cortes la cabeza.

Me agarré la cabeza con las manos y pregunté:

¿Y qué me dices de los milagros de Cristo?

Ése es otro cantar contestó sereno. Aunque a mí no me constan esos milagros, sé que sus discípulos aseveran que sólo él, de manera extraordinaria y maravillosa, era capaz de realizar milagros, como cuando convirtió el agua en vino y multiplicó los panes y los peces; que sólo él curaba a los enfermos tocándoles con la mano y la palabra; que sólo él hacía caminar a los paralíticos, les devolvía la vista a los ciegos, el habla a los mudos, el oído a los sordos y la razón a los locos; que sólo él podía retener las tempestades, caminar sobre las aguas y resucitar a los muertos; que sólo él...

Basta ya, Tío le supliqué con la voz alta pero inquieta. No hace falta que me lo repitas. Todo eso lo leí en el Nuevo Testamento.

¡Ah! prorrumpió. Se rascó la barbilla y retuvo una idea a punto de fugársele de la mente. Pero ten presente que Cristo jamás hizo milagros para castigar a los hipócritas y traidores ni dejó caer fuego del cielo sobre los malhechores y falsos profetas. Lo que quiere decir que esas proezas de grueso calibre me las dejó reservadas para mí, que soy el amo de las tinieblas y señor de las riquezas subterráneas. Un ser rencoroso y vengativo contra quienes me tratan mal y no me rinden pleitesía. Además, como tú bien sabes, algunos de los milagros, que a veces pasan por religiosos, los produzco también yo, y nadie más que yo, que tengo el poder infernal y la capacidad de hacer aparecer y desaparecer las cosas como por arte de magia&

Ya, ya, ya le dije, con la mirada caída y sintiendo que se me estremecía el alma de sólo oírlo hablar con soberbia.

Se abrió un prolongado silencio, hasta que el Tío, a tiempo de expulsar el humo por la boca y la nariz, volvió al asunto del dinamitero.

¿Cómo es, compañerito? ¿Quieres que te cuente lo que le sucedió al dinamitero?

Acepté con un ligero movimiento de cabeza. Así que el Tío, invitándome a tomar asiento con la mirada, comenzó diciendo:

El dinamitero, un comerciante de aspecto sencillo y trato afable, era dueño de una tienda donde las familias mineras compraban los abarrotes, incluidas las guías y dinamitas. Su pequeña tienda, ubicada en la calle principal del pueblo, hacía de cocina, comedor y dormitorio; tenía las paredes de adobe, la puerta de madera y el techo de calamina. No tenía ventanas pero sí una caseta de mampuesto en el patio trasero, donde se guardaban los explosivos. El dinamitero, como toda persona acostumbrada a ganarse el pan con dignidad y esfuerzo, madrugaba con el canto de los gallos y se acostaba pasada la media noche. Llevaba una vida austera y cautelosa, no frecuentaba las chicherías ni se le conocían amores. Todos coincidían en que este comerciante de dudosa procedencia, en su condición de fumador empedernido, cohabitaba con la soledad y la muerte, hasta que una mañana, a punto de rayar el alba, la chispa de su cigarrillo se apoderó del cabo de una guía, cuya pólvora condujo rápidamente la chispa hacia los cajones de dinamitas. En un cerrar de ojos, la explosión hizo volar las paredes y el techo por los aires; en tanto los pobladores, sobresaltados por el traquido que se oyó a varias leguas a la redonda, se volcaron a la calle principal, donde constataron que la tienda quedó reducida a nada en medio de una ventolera de humo, polvo y pólvora. Lo extraño del caso es que el cadáver del dinamitero, que yacía boca abajo entre los escombros, estaba algo calcinado pero entero...

El Tío contaba gesticulando las manos y moviendo los ojos como un encantador de culebras, mientras yo, con gran curiosidad y espanto, seguía el hilo de su relato:

... Ante esta increíble evidencia, las mujeres más viejas, echándose cruces entre plegarias y lamentos, dijeron que se trataba de un milagro, pues aunque la muerte reclamó la vida del dinamitero, éste no voló en pedazos junto a la tienda, sino que se mantuvo con las extremidades y la cabeza articuladas al cuerpo, como quien muere apenas tiznado por el hollín de un horno. De este modo, el último día de trabajo del dinamitero se transformó en el primer acontecimiento fúnebre más insólito de cuantos se recordaban en el pueblo. Y, por si fuera poco, los vecinos levantaron una capilla en el mismo lugar donde antes estaba la tienda, para que los devotos y menesterosos, atraídos como por la santa voluntad de Dios, acudieran a prenderle velas, a rezar por su alma, a pedirle que cumpla con sus sueños y les conceda sus deseos. El fervor religioso creció tanto que, en poco tiempo y contra toda explicación lógica, la gente llegó a la conclusión de que el dinamitero dejó de ser un simple comerciante judío para convertirse en un muerto milagroso, capaz de reavivar las llamas de la esperanza y devolverles la fe en la Divina Providencia...

Y tú, ¿qué hiciste ante eso? le pregunté al Tío.

No hice nada contestó, dejé que creyeran en el milagro como creen en el infierno, porque el creer es una facultad que sólo tienen los humanos. Y si te conté el trágico suceso del dinamitero fue sólo para demostrarte que la realidad, a pesar de los pesares, puede superar con creces a la fantasía más desbordante del mejor escribano del diablo.



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