El rescate de los treinta y tres atrapados en la Mina San José deja unas cuántas enseñanzas. En primer lugar nos indica que con el esfuerzo combinado de varias fuentes se puede triunfar en cualquier empresa por difíciles que sean las circunstancias. Y, sin olvidar la fe, la caridad y otra serie de cuestiones accesorias, la emoción conlleva una imagen de humanidad de sumo necesaria para la dirección de las masas. Comunicación, es la palabra clave. Pero nada se podría haber hecho sin el dinero del Estado o de las empresas estatales o de los aportes de empresas particulares –y de particulares- etc… Es decir, el fenomenal costo de la operación de rescate, que se calcula entre 14 y 20 millones de dólares, fue posible gracias a ese mismo dinero, productor y reproductor de dinero y utilidades y, principalmente, de imágenes.
La Societe du spectacle, de Guy Debord, publicada en 1967, y aparecida en castellano en 1999, en traducción de Luis Pardo, curiosamente se agota y se desvanece desde las vidrieras de las librerías santiaguinas casi al mismo tiempo que los mineros comienzan a aparecer sobre la superficie de sus pantallas. Y los actores comienzan a cobrar notoriedad. El principal de ellos resulta ser el Ministro de Minería, Clarence Golborne, un tipo simpático, con presencia de cámara y con un inglés mucho más fluido que el del señor Presidente. Este último es, sin embargo, el dueño de la situación. Su figura estará siempre en primera plana, en un perfecto blow up –la transformación de un punto en el punto- para que su rostro y su sonrisa (pero también su poco acertada palabra) se destaque ante millones de tele espectadores. Todo ha sido estudiado, preparado, explotado; y también estrujado. Hasta la última lágrima habrá de servir para aclarar imagen e información. Y puesto que de imagen se trata, ésta dependerá de la privilegiada información recogida por el primer mandatario para efectuar cada movimiento. Golborne se emociona; el presidente sonríe; Golborne sonríe, el mandatario intenta emocionarse; Golborne toca la guitarra en privado y rehuye a la prensa; su mandante no toca nada; sólo se muestra.
Hay un tercer personaje y este está representado por el Ministro de Salud. Es creíble, tiene aspecto de médico, da buenas recetas acerca de la situación de los mineros y no intenta hablar inglés; pero no tiene pinta; le falta para actor de primera línea y parece haber sido instalado en escena por el patrón de ambos; para sujetar un poco la imagen del secretario de Minería.
A todo esto y mientras dura el reality show, que indudablemente lo fue más allá de las buenas o malas intenciones de los apocalípticos de siempre, los prisioneros mapuche mantienen al borde de la muerte una huelga de hambre. Procesados por una ley maldita, la antiterrorista, otro engendro de la dictadura generosamente sostenida y aplicada por la Concertación, sus delitos comunes se castigan con penas medievales y testigos ocultos. De allí que el calificativo de presos políticos sea exacto. El espectáculo minero sirve, sin que los propios afectados se percaten, para ocultar el drama de los indígenas chilenos. Y para distraer también, por cierto, que la receta romana del circo aún cobra beneficios.
“Todo lo vivido no es sino una representación”, afirma Debord, “el momento histórico en el cual la mercancía completa su colonización de la vida social (…) El espectáculo no es una colección de imágenes (…) es una relación social entre la gente que es mediada por imágenes”. Claro, ya algo había dicho Habermas al indicarnos que el giro pragmático de la filosofía debe sustituir al modelo de la representación en el conocimiento. Y nos hablaba de un modelo de comunicación que ponga el acuerdo alcanzado en el lugar de la quimérica subjetividad de la experiencia; o algo así. ¡Qué importa! Ni al espectador ni al dueño del espectáculo le interesan estas frases extrañas y oscuras. Pero dan resultado, sin la menor duda.
Hablando en plata el triunfo de la imagen es su instalación en la memoria colectiva; hablamos de memoria, de imagen; no de conocimiento. La figura está y punto, de eso se trata. “La declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer” de que nos habla Debord cobra aquí vida gracias al milagro de la televisión. El señor Presidente está allí, a la salida de la oscuridad, y recibe a cada uno con un espectacular “levántate y anda”, sigue tu vida, hombre, camina; es, para quien se trate, el propietario del milagro de la resurrección. Y alcanzar ese punto es una cuestión que, más allá de tener dinero, vale cualquier dinero.
Y si seguimos la construcción del mito criollo, diecisiete profundas exploraciones deben de haber dado con más de alguna veta –en verdad deben ser numerosas- de ese cobre de muy buena ley y del oro que lo acompaña, para continuar con ese ejercicio comercial. Las ganancias producidas con su explotación permitirían pagar este y otros cuantos rescates, toda la maquinaria utilizada, honorarios a los técnicos y operadores (chilenos y extranjeros, que los hubo y muchos) y las indemnizaciones que se quieran. Ganancias mil veces superiores a las de los canales televisivos que hallaron en la Mina San José una riquísima veta para ganar dinero a costa de la ingenuidad ciudadana.
Pero quizás la más sabrosas anécdotas del caso fueron armadas por los estúpidos periodistas de espectáculos al aplicar el molde a la desgracia. Amores ilegales y embarazos salieron a la palestras tanto como odios repentinos y quebrazones de familia. Total, por unos dólares más las declaraciones de los protagonistas se convierten en sabrosos comentarios de sobremesa.
¿Qué pasará con Golborne? Sin duda en cuanto a imagen, aunque de forma involuntaria, es el ganador. ¿Será candidato a la primera magistratura de la Nación? ¿Será senador? ¿Se cambiará de cartera para mejorar otras cuestiones en la administración pública? Desde ya los artistas chilenos están pidiendo a gritos su designación como Ministro de Cultura. “Para que nos saque del hoyo”, aclaran.