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Neguijón, novela de Fernando Iwasaki |
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escribe Juan Cameron El joven escritor peruano, Fernando Iwasaki, presentó en Viña del Mar, el 29 de julio pasado, su novela Neguijón, editada recientemente por Alfaguara. En su ágil e informada relación, este joven ensayista e historiador nos habla del barroco español como si fuera una parodia de nuestro mundo actual. Existe un muy leve conocimiento de Iwasaki en nuestro país. Apenas ciertas referencias aisladas de dos anteriores trabajos, El libro del mal amor y Un milagro informal, por esta mismo sello, Alfaguara. El discurso de este escritor peruano, quien reside en España y se gana la vida como director de un grupo de flamenco, sobre todo en su reciente novela, Neguijón, representa una extraña modernidad. Hoy en día, cuando el dogma del mercado y la falacia de la globalidad (según llaman ahora al capitalismo de producción post industrial) se han instalado como un gusanillo que corroe la humanidad completa y consume y el medio ambiente hasta convertir a nuestra especie en una enfermedad para el planeta. De esto habla su autor; y también del lenguaje y de su abuso y del conocimiento que se sustenta en otro, perteneciente a una disciplina distinta a aquella que habrá de servir. En Neguijón, Iwasaki despoja al relato de toda humanidad -más bien lo desposta- para extraer del caos espiritual una posible razón, un hilo conductor (el cabo del hilo) a fin de entender la actitud del individuo en ese pastiche de religión, valores y estupidez humana en que nos manejamos. Pastiche por el sentido de mezcla más que de remedo; pues más bien Neguijón trata de una parodia en tanto los personajes y las situaciones narradas imitan, ponen en escena -y con extraordinaria ironía- algo similar a la verdad. Por verdad se entiende (disculpando la pretensión) el mayor acercamiento del significado del signo humano a la realidad exterior, que este código nunca va a alcanzar ni menos modificar en tanto no sea el habla de los dioses. Y si los discursos, o ejercicios, de ese lenguaje son por esencia un fracaso, Neguijón resulta una delación de los postulados vacuos. En ese orden ubicamos las falacias (transferencias, generalizaciones brillantes), las imposturas intelectuales (uso de significantes científicos para significados sociológicos: el caso de actual Economía es sintomático), el falsete político y sus términos vaciados y sin sentido (como libertad, democracia, orden, Constitución Política, mano de obra, combate a la cesantía, etc). Los fenómenos del mundo y del cuerpo humano tienen una razón, como el citado y escurridizo bicho medieval, aunque a aquel no lo podamos encontrar. En los dientes se engendra un gusanillo pequeño que llaman neguijón, dice el Diccionario de Autoridades citado por el autor como epígrafe. El lenguaje médico, en el caso de esta novela, se convierte en una gramática, en un dogma del conocimiento intervenido por los dictados de la Iglesia y su fuerte poder temporal. El daño en la dentadura del hombre está a la vista, así como el aliento de los infiernos; y eso es ya ¡quién podría discutirlo! suficiente prueba de su existencia. Esta historia, la de Iwasaki, ocurre en dos planos similares. En tanto en Lima el sacamuelas Gregorio de Utrilla, extrae con la más pura fuerza de la fe y las herramientas - metáfora del dolor y la purgación- las piezas dentales del Inquisidor Tortajada, del librero Linares, del caballero Valenzuela (gentilhombre de Jaén), en la cárcel de Sevilla, años atrás, los galeotes condenados al cadalso intentan extraer desde la enfermería los trebejos de la defensa: el joven barbero de Utrilla, el capellán Tortajada, el librero Linares, el caballero Valenzuela (gentilhombre de Lopera), el Muñones e Íñigo de Tomares, de la orden de los templarios, escoria de la caballería, hez de la cristiandad, barraganas de los moros, bujarrones de los turcos y putos sodomitas que os corrieron a mojicones de Tierra Santa con una berza en todo el culo a decir de los otros personajes. Lo de berza (col o repollo) es una infamia histórica, sostiene Tomares. Ambos segmentos se unen con la pretendida santidad de Luisa Melgarejo -conocida de Santa Rosa de Lima- quien representa el fuerte y total sentimiento de religiosidad y entrega un ritmo preciso, casi una rima asonante, a la narración. Similar función cumple la repetición de la citada maldición a los templarios. El dolor es el reino; la idiotez gnoseológica y su estofa ridícula, nacida de la mezcolanza es la obvia consecuencia. También lo es la destrucción y la falta de respeto hacia el cuerpo, la ausencia total de compasión, el perdido humanismo. ¿Acaso el autor nos está retratando esta época con aparejos distintos? Porque en tanto la pestilencia persiste como trasfondo y su relato no se contamina con opiniones o innecesarios juicios de valor, algo resuena muy parecido: Como en el tratado de los monstruos del cirujano Parero había leído que los neguijones anidaban en el fango de las encías para sustentar a sus crías con la escoria de las comidas - igual que los sapos, salamanquesas y todas las genealogías de serpientes -, Utrilla tomó un escoplito de dos filos para remover los cienos de los dientes y arrojar esos fragmentos de roña en una solución de agua rosada con trementina que preparó en un barreño de loza blanca, para atenuar el mal olor y disolverlos mejor. Bien podría estar describiendo el sistema imperante. La ignorancia, la cobardía, el temor, la traición, lo anti heroico, son aquí condiciones normales, propias del arte de la supervivencia; nada más. Tal como ocurre en el mundo exterior. No se trata de una película. Aunque todo ello sostenga una inmensa verdad en el exclusivo territorio del lenguaje porque, después de todo, el escribir es solamente un hecho estético; un ejercicio del arte donde no encontraremos la imagen de los buenos ni de los malos, sino una manga de estúpidos; mientras el autor, coludido con el lector - con el buen lector- se ríe a carcajadas. En la narrativa latinoamericana de estas últimas décadas, se ha dado en parodiar la realidad como un ejercicio político muy similar a la delación. Basta citar al uruguayo Mario Delgado Aparaín, al colombiano Fernando Vallejo - este último de la cofradía de los suicidas - y a todos los hijos de aquel guardián en el centeno que ocasionalmente acuden, además del cinismo, a un humor inteligente y brutal. En poesía tal vez hallemos algo similar en el colombiano Jotamario Albeláez o en el chileno Bruno Vidal; o en poquísimos más. Neguijón - nos dice el autor hacia el final del libro - es un recorrido imaginario por España y América en los tiempos del Quijote, porque me hacía ilusión sugerir que la mariposa hispanoamericana del realismo mágico alguna vez fue un gusano barroco español. Aunque no citado, está tras bambalinas el discurso de las armas, del Quijote, ese magnífico: Quítenseme de encima los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Fernando Iwasaki Cauti nació en Lima, en 1961. Desde 1989 reside en Sevilla, donde además dirige la revista literaria Renacimiento. Entre narrativa y ensayo ha publicado Tres noches de corbata (Lima, 1987; Huelva, 1994), Nación peruana: Entelequia o Utopía (Lima, 1988), Extremo Oriente y Perú en el siglo XVI (Madrid, 1992; Lima 2005), Mario Vargas Llosa, entre la libertad y el infierno (prólogo de Jorge Edwards, 1992), A Troya, Helena (Bilbao, 1993). Inquisiciones peruanas (1994, 1997), El sentimiento trágico de la Liga (Premio Fundación de Fútbol Profesional, Sevilla, 1995), El descubrimiento de España (Oviedo, 1996; Lima, 2000), La caja de pan duro (Sevilla, 2000), Libro de mal amor (Barcelona, 2001), Un milagro infernal (Madrid, 2003) y Ajuar funerario (Madrid, 2004). |
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