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01-Abril-2005

 

El guardián entre el centeno
Salinger: un hito contemporáneo

 

escribe Juan Cameron

A un ermitaño y un moralista encarna el autor de la más leída novela de culto norteamericana de las últimas décadas. Como el personaje de su obra mayor, Salinger se ríe de la estupidez humana y su risa retumba aún entre una oscura fama y una envidiable ausencia de vanidad.

Holden Caulfield es algo más que el adolescente cínico y descreído representado en el protagonista de El guardián entre el centeno. Es, más bien, un estereotipo muy común en la Norteamérica de la postguerra y, por proyección histórica, en el escenario de nuestra cultural contemporánea. La novela, publicada como The Catcher in the Rye en 1951, ha sido leída por millones de admiradores y circula, con cierto aire de culto, entre los jóvenes de su país y otros de lengua inglesa.

El extraño título cobra importancia también a partir de los noventa, cuando varias literaturas nacionales en el continente del sur (la de Fuguet, en Chile, a vía de ejemplo) reproducen este modelo entre los hijos de la burguesía criolla y su literatura. El descaro del muy actual Fernando Vallejo, en La virgen de los sicarios, es una clara muestra de tal elección. Título que, por lo demás, podría entenderse en aquellos países donde se practica el deporte del béisbol; pero resulta un tanto incomprensible en los restantes.

«Catcher», traducido como guardián, parece ser el jugador más lejano del equipo que posee el turno del juego, encargado de capturar en los deslindes de la cancha la pelota golpeada por el bateador contrario (puedo estar equivocado, no juego béisbol por cierto). En todo caso esta idea se condice con el diálogo de Holden y su pequeña hermana, Phoebe, hacia el final de la novela.

Lo del centeno -y no el trigo u otra especie- se debe a un verso de Robert Burns que dice: si un cuerpo encuentra a otro cuerpo cuando van entre el centeno. Y ante la pregunta de Phoebe -en el capítulo 22- de qué le gusta en definitiva a su desalentado hermano, éste le responde que desearía ser un receptor; pero no de pelotas, sino de niños que jueguen libres entre el centeno al borde de un precipicio. Él estaría allí, saltando para protegerlos, sin preguntar nada.

Holden Caulfield, en definitiva, es también uno de los antecedentes de la época hippie; retrato del joven insatisfecho cuyas necesidades están de sobra cubiertas. De aquel individuo que, adherido a un grupo social tiene como única función en la vida reproducir el modelo y continuar administrándolo. Pero no sólo de aquellos jóvenes triunfadores se compone la sociedad norteamericana de mediados del siglo anterior. Junto a ellos, y con la actitud desconsolada de quien viene de vuelta y todo lo ha visto en esa trayectoria, hay toda una generación de ex combatientes que alimentan los ejércitos del fracaso, de los «perdedores» como llaman en ese país a quienes no se integran a la explotación humana. Más allá de Salinger, toda una promoción de novelistas y de poetas dan cuentan del enfrentamiento.

Por alguna razón se prohibe los Trópicos, de Henry Miller; pero allí está Charles Bukowski (1920), contemporáneo a Salinger, con su lenguaje crudo y directo plagado de maravillosas metáforas -como nos dice su traductor, José María Carrascal- o los beatniks que desafían el sistema desde el mismísimo San Francisco, en pleno macartismo y en la época del mejor jazz, con Charlie Parker entre otros.

El personaje representa en verdad a quienes, entonces y en cualquier tiempo, buscan el sentido a una vida dominada por esquemas e invisibles -pero eficaces- poderes. El cínico Holden, ese sujeto insoportable que se ríe a carcajadas de la estupidez humana y es capaz de llorar a gritos ante la transparencia y la ternura, es un pirquinero que busca -muchas veces sin ningún resultado- la veta de la verdad, de lo permanente, de lo válido. Pero, además, y como un valor agregado, representa al «rebelde sin causa», ese espantapájaros (o espanta viejas) que el sistema descalifica en defensa propia. Como aquel innombrable que un 8 de diciembre de hace veinticinco años asesinara a John Lennon, no más por ser famoso, pocas horas después que el antiguo beatle le autografiara un ejemplar de El guardián en el centeno.

No está distante el escritor de su personaje. Sin haber dado noticia aún de su muerte, se fondeó en su hogar, en New Hampshire, para no participar en el estúpido negocio de la fama. Cerró la verja a cualquier entrevista, fotografía o nota referencial; el mundillo literario lo aburrió demasiado pronto y -J. D. Salinger- se fue convirtiendo en ese ejemplo, en ese ícono que tanto vanidoso escritor debiera imitar por asepsia social.

Sirvan estas anotaciones para determinar que el gran motivo de la obra mayor del escritor newyorkino es la cuestión de la ética. Como un gran defensor de los valores libertarios de los cincuenta en el continente, sus textos se divulgan en la juventud de boca en boca y así, lenta y extrañamente, se convierte en uno más de aquellos personajes: sus odiados íconos.

Jerome David Salinger nació en Nueva York, en 1919. Luego de publicar esta obra, en 1951, aparecen Nueve cuentos (1953), Franny y Zooey (1961), Levantad carpinteros la viga del tejado (1963) y Saymor, una introducción (1963), además de los relatos cortos Un día perfecto para el pez banana, El hombre que ríe, Justo antes de la guerra con los esquimales y Para Esmé, con amor y sordidez.



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