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28-Enero-2005

 

La infortunada patria
de Antonio Paredes Candia

 

escribe Víctor Montoya

La muerte de Antonio Paredes Candia (La Paz, 1923-2004), como suele ocurrir con los investigadores y escritores de fuste, ha dejado un enorme vacío en la vida cultural de Bolivia, una patria que él supo amar con todo el furor de su alma, aunque la consideraba infortunada por la desidia de sus gobernantes, pues siendo rica en recursos naturales es víctima de la pobreza y siendo rica en cultura tiene tan pocos cultores; no al menos como lo deseaba este hombre que dedicó su vida a la investigación y la escritura, guiado por el sentido común de que el ser humano debe ser útil y productivo para el bien de su colectividad.

No cursó estudios superiores, pero tenía una formación intelectual autodidacta, que le permitió sentir el espíritu de un pueblo desde lo más hondo de su esencia. Así, a modo de rescatar la memoria colectiva, recorrió el país para observar las costumbres de las distintas regiones, en afán de documentarlas, sistematizarlas y transmitirlas a través de sus obras. Él, más que ninguno, fue el yatiri (adivino y sabio) andariego que, en su contacto directo con la gente, recogió en su wallqepu (talega de lana) las leyendas, los mitos, las tradiciones, los sabores y los colores del acervo cultural boliviano.

Antonio Paredes Candia, nacido en el seno de una familia que estimuló sus inquietudes por el arte y las letras, fue titiritero en su juventud, fundador de la Editorial Isla y de la Sociedad Boliviana de Bibliografía. Asimismo, aparte de impulsor infatigable de las ferias populares del libro, fue gestor de la Asociación de Libreros que lleva su nombre. Era un verdadero artesano de la palabra escrita, amaba los libros como un niño ama sus juguetes, le atraía la tinta fresca de la imprenta y el fajo de papeles empastado en forma de libro. Su pasión por la literatura era tan genuina y tan grande que, ajeno a los escritores promovidos por el marketing editorial, él mismo vendía sus libros -y la de otros autores- en su quiosco, primero frente al monoblock de la UMSA y después en el Paseo Núñez del Prado.

Por otro lado, y para asombro del lector, fue un apasionado coleccionista de obras de arte; reunió pinturas, esculturas y piezas arqueológicas, actualmente expuestas en el Museo de Arte Antonio Paredes Candia, instalado en la Ciudad Satélite (El Alto), donde también descansan sus restos desde el 14 de diciembre de 2004, luego de que una muchedumbre asistiera a su sepelio entre llantos y comentarios ponderativos sobre su vida y su obra.

Reconocimientos tardíos a una fecunda labor

Vergüenza debía darnos por la ignorancia y el escaso interés por la cultura en nuestro país, donde no siempre se valora a tiempo a quien se lo merece ni se reconoce la labor de quienes, avanzando contra las corrientes oficiales, se dedican con tesón al rescate de la cultura nacional. He aquí el ejemplo, sólo cuando Paredes Candia yacía en la cama en el ocaso de su vida, el Congreso Nacional le confirió la Orden Marcelo Quiroga Santa Cruz, y el Gobierno le otorgó la Medalla al Mérito Cultural. Y, lo que es peor, sólo después de su muerte, el canciller de la república, Juan Ignacio Siles, reiterando su homenaje al ilustre boliviano, entregó la medalla Simón Bolívar a los familiares de Paredes Candia, como una forma de descargarse el peso de la mala conciencia y evitar las críticas de los trabajadores de la cultura.

Los señores del poder, acostumbrados a la demagogia y la palabrería amañada, creían haber cumplido de este modo su deber de reconocer a quien, sólo al final de sus días y después de su muerte, fue considerado ilustre personaje, acaso sin darse cuenta de que el reconocimiento del patriarca paceño fue tardío en un país que le debe mucho, muchísimo. No en vano su hermana Elsa, criticando la indiferencia de las autoridades por los asuntos de la cultura y sus promotores, dijo acertadamente: «las distinciones hubieran tenido más valor si hubieran sido conferidas en vida».

Por suerte, Antonio Paredes Candia, a pesar de las condecoraciones oficiales y los discursos rimbombantes pronunciados en su honor, jamás dejó de enfrentarse a la soberbia de los dueños del poder ni a la incultura de las autoridades ediles. En más de una ocasión, y en su afán de mantener la Feria de Libros en el Prado y defender su derecho a vender sus libros en la calle, mandó a la mierda las ordenanzas municipales y carajeó a más de un concejal o intendente que, amparado en su función de autoridad, quería salir con las suyas.

Otro mérito de don Antonio Paredes es que se mantuvo con dignidad al lado del pueblo y de los humildes. Era uno de esos autores que no necesitaban del reconocimiento oficial para difundir sus obras, pues él mismo era el todero de su producción literaria: el escritor, investigador, tipógrafo, compaginador, editor, distribuidor y vendedor ambulante. ¿Ambulante? Sí, cuántas veces no se lo vio cargando sus libros como un eqeqo (dios aymara de la abundancia), con el propósito de llevar el saber popular hasta los sitios más recónditos de su infortunada Patria. No es exagerado aseverar que la conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, y por eso la amó entrañablemente, pues sólo se ama lo que bien se conoce, decía él mismo con la sabiduría que le concedieron los años.

No le interesaban las cofradías académicas ni los finos salones literarios. Vivía aferrado a la convicción de que el escritor es un obrero más dentro de la sociedad y no un privilegiado que está sentado en un altar de barro. Por eso mismo, consideraba que el escritor, más que cualquier otro debe ser el que transmita su pensamiento, el que guíe en cierto modo a la sociedad.

Con todo, Antonio Paredes Candia fue toda una institución cultural y un personaje que sobrevivirá al tiempo a través de sus obras y del Museo de Arte de la Ciudad Satélite (El Alto), que afortunadamente lleva su nombre y reúne todo el material historiográfico y artístico que acumuló a lo largo de su vida. Todo un monumento nacional para un pueblo que no siempre sabe reconocer a tiempo a sus hijos de mente lúcida y labor ejemplar.

¿Culpa de quién? ¿De los politiqueros o de la ignorancia? Quién sabe. Pero de una cosa sí estamos seguros: Antonio Paredes Candia, a diferencia de los cazadores de fama y fortuna, no necesitaba reconocimientos oficiales para permanecer en el corazón de la gente humilde, de esos niños y esas gentes que tanto amó en su infortunada Patria.

Defensor del folklore y la tradición popular

Como todo investigador prolífico, dedicó su tiempo y su existencia al acopio de datos concernientes al costumbrismo. Encontró en el folklore y las tradiciones bolivianas una veta rica que los orfebres de la palabra podrían trocarla en un precioso cofre literario. Pero el desprecio por lo propio es tan grande y tan grande la admiración por lo ajeno, que los investigadores y escritores se alejaron del folklore nacional. De ahí que su preocupación y su crítica se sintetiza en la frase: Bolivia es el paraíso del folklore con unos pocos fokloristas.

Antonio Paredes Candia fue defensor incansable del folklore y sus asuntos. No admitía la acepción peyorativa del término ni que se lo usara con la ligereza propia de quienes, alienados a la cultura occidental, tratan de folklorismo cualquier manifestación profunda y ancestral del pueblo, sobre todo, en algunas capas sociales en las que, con hondo desprecio por lo nacional, miran con desdén la sabiduría popular.

Él sabía que, en una sociedad discriminatoria y de profundos prejuicios sociales y raciales, no es fácil establecer una disciplina cultural como el estudio serio del folklore, consistente en la investigación valorativa de la cultura popular. Más todavía, consciente de que el folklore es un elemento vivo y no una arqueología, refutó las opiniones tendenciosas de quienes criticaban la labor de los investigadores dedicados a configurar la imagen cultural del país a partir de sus elementos más peculiares como son el folklore y la tradición. Por eso en su crítica a Miguel de Urioste, sub-jefe del Partido Movimiento Bolivia Libre (MBL), afirmó categórico: Folklore no es lo feo, ni lo ordinario, ni lo ridículo de un pueblo. Tampoco es pintoresquismo, ni mercadería para turistas ávidos de encontrar en un país cosas y hechos exóticos que en el propio ya no existen o pertenecen a su pasado. Hay términos, señor Urioste, que no deben usarse alegremente (Antigüedad y vigencia del vocablo folklore en la cultura boliviana, 1999, p.159).

Para la pregunta obligada: ¿De por qué Bolivia no formó a más investigadores que recogieran el folklore y lo dieran a conocer al mundo? Paredes Candia tenía dos respuestas: Una, que siempre hemos estado gobernados por individuos estultos, para quienes ha tenido más valoración una carrera de caballos que una actividad cultural. Y otra, que nacía del prejuicio social y racial de nuestras capas sociales, alta y media, que calificaban al indio de un ser inferior y al mestizo de un individuo despreciable; y que solidarizarse con los afanes que apasionaban a ellos, era negar el porvenir de la Patria. Pose absurda, y hasta hilarante, que no era sino un rasgo hipócrita de una sociedad que idénticamente al indio, a quien miraba con desdén, creía en las supersticiones, en los embrujamientos, y prefería curar sus dolencias con yerbas que aconsejaban los curanderos nativos (Antigüedad y vigencia del vocablo folklore en la cultura boliviana, 1999, p.15).

Antonio Paredes Candia nos presentó un amplio registro de su labor de investigación y sistematización de la cultura boliviana, compendiada en más de una centena de obras que él supo canalizar, por medio de la Editorial Isla, hacia el público en general. Algunos de sus libros constituyen textos oficiales de estudio en escuelas, colegios y universidades, por cuanto es raro encontrar a un lector boliviano que no haya leído al menos un libro de su cuantiosa producción bibliográfica.

Nadie más ni mejor que él se dedicó a investigar el origen de los mitos y las leyendas, el pasado milenario de los quechuas y aymaras, las creencias y las supersticiones populares, el mestizaje y el sincretismo cultural de la colonia, las costumbres de los habitantes del campo y las ciudades, el arte culinario y pictórico en sus diversas manifestaciones, la importancia de la tradición oral en la literatura nacional, la indumentaria y los códigos lingüísticos propios de un país multicultural y plurilingüe.

Anécdotas de gobernantes y gobernados

Contrariamente a lo que muchos se imaginan, casi siempre mantuvo una actitud crítica ante las autoridades gubernamentales y municipales, a quienes se enfrentó abiertamente en repetidas ocasiones, acusándolos de corruptos y neófitos. Tampoco dejó de ridiculizar a los tránsfugas y oportunistas que, en su afán de buscar el poder y las prebendas económicas, eran capaces de cometer cualquier estupidez para alcanzar sus propósitos. Es más, estaba convencido de que los políticos bolivianos, además de ser corruptos en porcentaje que asusta, también cometen payasadas de circo, que en cualquier lugar del mundo atrasado, daría lugar a reír a mandíbula batiente.

Aunque los señores del poder le tenían tirria porque les cantaba las verdades en la cara, nunca escondió su admiración y sus simpatías por quienes, sin doblar la cerviz ni venderse al mejor postor, se enfrentaban al poder con una actitud digna de encomio. Así, en su libro Anécdotas de gobernantes y gobernados, refiriéndose a la conducta insobornable del líder trotskista boliviano, dice: Guillermo (Lora), en la actualidad nacional, es el único político que merece respeto; los otros, sin excepción, son politiqueros corruptos sumergidos en el estiércol de su inconducta y, para darle fuerza a sus palabras, recoge la siguiente anécdota: Lora es inflexible y sus desplantes son proverbiales. No importa cuánto poder tenga el que se le ponga enfrente. Y, esto lo sabe el ex Ministro de Hidrocarburos -un ex Urista- del gobierno del Acuerdo Patriótico, que se encontró con él en la calle y tuvo el desafortunado gesto de cruzar la calzada para saludarlo. Su seguridad iba por detrás y hacía pocos días que había sido posesionado en el cargo. El Ministro le extendió la mano en gesto amistoso y alcanzó a decirle un agradecido maestro. Lora lo paró en seco y le dijo: ¡Retírese carajo, yo no le doy la mano a ningún traidor! Le recordamos el episodio y él lo confirmó: El Ministro era Hebert Müller. Yo no le di la mano ni nada. A un traidor yo no puedo darle la mano. Son lecciones que nos dan sólo los políticos de la dimensión de Guillermo Lora (p. 84).

Debo acotar que su libro Anécdotas de gobernantes y gobernados (La Paz, 2000), aparte de convocarme a la reflexión y hacerme gozar un buen rato, traía una dedicatoria escrita con su puño y letra: A través de las anécdotas muestro la degradación en que nos hacen vivir los políticos. ¡Qué feliz es usted que está tan lejos de este basural!.... Sus palabras, sin lugar a dudas, denotaban su preocupación por el destino del país y el asco que le producían los politiqueros pro-imperialistas que, una vez encaramados en el Palacio Quemado, se aprovechaban de las arcas del Estado en beneficio personal y en desmedro de las mayorías empobrecidas.

En su criterio, por demás justificado a la luz de los acontecimientos históricos, los politiqueros eran los destructores de su infortunada Patria. Con ellos afloraba la corrupción institucionalizada y ellos, en uso y abuso de sus atribuciones, cometían desmanes a espaldas del pueblo. Quizás por eso, en el mensaje que me envió el 4 de julio de 2003, exhortando a los paceños a oponerse a las autoridades ediles que pretendían modificar las efemérides del 16 de julio, decía en tono de arenga: ¡Paceños despierten! Sólo los pueblos castrados soportan que los traten como a esclavos y agradecen los latigazos que reciben en sus espaldas. Ha pasado el límite de aceptar que los politiqueros apátridas manoseen a este pueblo. Si La Paz se ha caracterizado por ser cuna de la libertad y tumba de tiranos, cuál es la razón para que ahora como mujerzuelas de burdel aceptemos que hasta el símbolo de nuestro orgullo nacional quieran seguir pisoteándolo (...) Si el apátrida de Tuto Quiroga (ex presidente de Bolivia) cometió el crimen de lesa historia, cambiando las efemérides cívicas de cada departamento; aún es tiempo de que los paceños nos levantemos si el actual gobierno persiste en la estupidez.

Apuntes de una relación epistolar

En su actitud de visionario, creía en la universalidad de la literatura folklórica y popular. No es casual que en una de sus cartas, fechada el 30 de octubre de 1998, además de valorar la labor de algunos bolivianos en Europa y el afán patriótico de hacer conocer lo que produce Bolivia en el campo intelectual y artístico, me sugirió que, de ser posible, se tradujeran al sueco (idioma endiablado, según su opinión) algunas obras de autores nacionales, puesto que lo que necesitamos es que otros pueblos nos conozcan en sus propios idiomas. Pienso que por los muchos años que radican allí, ustedes ya tienen dominio de la lengua. Así la labor de ustedes sería excelente y de profundo agradecimiento de parte de esta infortunada Patria.

Tenemos autores que realmente merecen tomarse en cuenta: los novelistas Wolfango Montes Vanucci y Néstor Taboada Terán, que son excelentes, y así como ellos hay trabajadores de primera en todos los campos intelectuales. Mientras éstos se esfuerzan en forjar un país, los otros, los politiqueros, bellacos y rufianes, están hundiendo en una cloaca de heces y miasmas, a esta infortunada Patria....
Sé que fue un lector afanado de mi modesta producción literaria, a la cual tuvo acceso por diversos medios. En su carta del 13 de septiembre de 2002, a modo de agradecerme la recepción de mi libro Cuentos de la mina, escribió: Esté seguro que lo comentaré con el afecto que se debe a un boliviano, quien viviendo tan lejos de la madre común, la enaltece con su obra y su conducta (...) En paquete aparte le envío las dos últimas publicaciones mías. La una es un pequeño ensayo histórico sobre el folklore en Bolivia; la otra, la realidad espantosa de la politiquería en que bambolea la Patria. Los únicos que se callan o miran indiferentes la realidad nacional son los escritores y artitas. Sorprende esta actitud....

En otra ocasión, luego de leer mi crónica sobre Una visión de la tortura Medieval, me solicitó expresamente que procurara conseguir en Suecia más datos e imágenes sobre el castigo y la tortura, según me reiteró entonces, para documentar e ilustrar su libro en preparación: El castigo - Trabajo y folklore, que poco después fue editado, como siempre, con sus propios recursos.

El último recuerdo que conservo de él es la tarjeta navideña que me envío hace un año, en cuyo reverso escribió; He leído sus libros. Lo felicito; me han gustado. Veo que usted ama a la Patria como yo la amo. Palabras que, además de devolverme mi bolivianidad, fueron suficientes para tenerlo y sentirlo como a un verdadero amigo.



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