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El libro de los valles, de Verónica Zondek |
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escribe Juan Cameron La conocida poeta santiaguina, Verónica Zondek, publica a través de LOM Ediciones, El libro de los Valles. En su noveno poemario la autora explica el transcurso a través de un análisis simbólico, donde el accidente geográfico es metáfora de cada instancia en la experiencia vital. La idea de valle está formada por dos laderas, o límites, y un espacio central recorrido por el curso de algo; y de allí su nombre: vaguada. Existe la sensación de límite en el concepto del valle. Y si establecemos que éste es un espacio, su límite habrá de ser necesariamente el tiempo -pasado y futuro- entre los cuales ese transcurrir constituye el punto y el instante donde el individuo persiste. Persiste en existir; pues el conjunto de estos espacios -a los que la poeta Verónica Zondek bautiza a cada uno de manera particular, constituyen el mosaico, la superficie del juego donde la vida circula, como diría el poeta Waldo Rojas. Cada uno de sus escaques, blancos y negros como la maniquea concepción del día y la noche, o del bien y el mal, es un valle distinto para estar en él, como trebejos, cuerpos o destinos. Al contar los poemas aportados por El Libro de los valles, nos da la cifra de 70. Y si le restamos las páginas ilustradas, ésta será los 64 cuadrados de aquel propuesto ajedrez. Seguramente la autora ha trabajado con tal idea. Sobre tal piso, indica su historia, Moisés alzó el templo que aún, desde las sombras, continúa vigente en su raza y cultura: vida es construcción. Y es así como La casa está cubierta de silencios y El silencio viste oscuridad. Cada texto, cada cuadro de ese caminar puede ser una unidad o una situación distinta atravesada por el tiempo de la hablante. El valle -recordemos- es el camino; el único espacio posible entre los límites del tiempo. Y frente a cada movimiento existe una elección que ya parece predeterminada por el acontecer de los demás. Sabemos que la libertad no existe; que el libre albedrío no es tal en tanto se sustenta en hechos ya ocurridos a los otros -quienes se acercan o alejan de nuestro entorno- y en ese sentido, todo destino es compartido. Tal vez por ello en el texto que lleva ese nombre, libre albedrío, la poeta concluye: los caminos se bifurcan./ No encuentra el bien ni el mal./ No encuentra dios que lo proteja de elegir. La norma es clara: si Dios (o un dios) al crear el valle estableció esas marcas, no puede de ningún modo modificar el pasado; por tanto, las posibilidades de elección que el individuo tiene no son obra de un ser superior; aunque sí consecuencia de aquellas. Esa es la idea que sustenta este «valle de lágrimas». Los otros, los demás representan en su individualidad, un valle para yacer, descansar o destruirse. Cuerpo o espíritu, razón o inteligencia, la instancia significará para la protagonista una forma de experiencia que registrará en su mejor expresión: en el corpus textual. Y de allí que el símil (al menos semántico; o lúdico) entre texto y corporalidad, le brinde una nueva posibilidad de registro. Su ángel prometido es casi un cuerpo destinado porque: Algo hay de sin salida en su dar vueltas/ en su sube y baja/ y deambular/ acullá. Resulta lógico, en consecuencia, diferir que la poeta intenta aquí un análisis en pro de su propio conocimiento: una respuesta a la pregunta quién soy. Pero este acercamiento no ocurre en el campo de la filosofía; ni siquiera en el del signo lingüístico. Si no, más bien, se acerca a la averiguación simbólica que el oficio proporciona a quien escribe. En otras palabras, el edificio «teórico» se sustenta nada más en un esquema personal y exclusivo donde cada concepto puede o no, a voluntad de quien escribe, significar en su natural pertenencia genérica o en cualquier otra. Así, Buenos Aires o el Mapocho puede tener un valor igual, mayor o menor que la certeza, el olvido, la estación del año o la lógica del dolor. Tal es la ventaja del poeta; y quizá por esa ventaja pueda, a diferencia del filósofo, explicar su existencia con mayor certeza y comodidad. El poeta es, como la escritora señala, este manco tan ciudadano que busca encontrar un significado en esas noches compartidas. Es importante, en la actual poesía chilena, este intento de reconstrucción del símbolo. Si revisamos las más recientes producciones -habíamos citado a Elvira Hernández (La bandera de Chile), Eduardo Correa Olmos (El incendio de Valparaíso) y Marcelo Pellegrini (Ocaso de la ceniza) como una clara muestra de la destrucción del basamento simbólico en la aparición de la desesperanza, de la pérdida del solar patriarcal y de la idea de nosotros- Verónica Zondek pareciera iniciar, a partir de ese punto, un camino de regreso, de reconstrucción y salvación. De tal manera, todo podría ser nuevamente. Y nos dice: En Valle de Oro hay justicia en la medida de lo posible.// Y en la eternidad de su tiempo/ yace el oro en un cuerpo para siempre abierto. Una idea («correcta») nos queda de esta lectura: la ausencia de una oposición absoluta entre el blanco y el negro. Todo va graduado en tonos diversos y, aunque no los notemos, somos capaces de atravesar sus límites para regresar incólumes; aunque cargados de experiencia. El tiempo, a fin de cuentas, es la posibilidad del conocimiento. Verónica Zondek nace en Santiago, en 1953, Ha publicado los poemarios Entrecielo y entrelíneas (1984), La sombra tras el muro (1985), El hueso de la memoria (1988 y 1995), Vagido (1990), Último reino (1991), Peregrina de mí (1993), Membranza (1995) y Entre lagartas (1999), además de una antología de poesía chilena -Cartas al azar- junto a Elvira Hernández, y un cuento infantil: La misión de Katalia. |
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