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05-Setiembre-2003

 

A propósito de estos tiempos
La palabra es un espejo

 

escribe Fernando Alvarez

La primera definición de palabra nos indica la presencia de un sonido o de un conjunto de sonidos que expresan una idea; no es un simple sonido o ruido, sino algo más Vemos, desde ya, un estadio formal y otro conceptual y la idea primera del signo. Pero más allá de la cuestión técnica, la palabra es dicha por alguien y, con ella, este emisor se «dice» ante los demás.

Para que la palabra exista y sea eficaz, debe pertenecer a un lenguaje común que identifica tanto al hablante como a quien la descifra. Se trata de un puente que une y define a dos individuos en un mismo instante.

Quien la emite, la elige previamente del idioma. Junto a otras formará una frase para expresar, comunicar e intervenir en la conducta de quien la escucha. Tiene en consecuencia una serie de responsabilidades.

Antes de la aparición de la ciencia y de la teoría, su condición de mover el «alma» del interlocutor le daba un carácter mágico, un valor de invocación. La canción, después, permitió modificar su sentido inmediato y dio -mucho más tarde-origen a la poesía. Pero siempre mantuvo su significado primero, a pesar de los múltiples sentidos que el tiempo y la historia le fue agregando con su uso. Y, mientras la canción se abría lentamente hacia el territorio del sin sentido, la poesía en cambio llevaba la palabra en búsqueda del sentido original y de las otras significaciones.

En medio de ellas quedaba la palabra común, esa del decir, del mostrar, como un elemento de unión entre las personas. Pero esa condición se fue perdiendo también con el transcurso del tiempo.

Aprendimos después, gracias a los estudiosos, que el emisor tenía una función previa para elegirla; y era su emotividad. En cierta medida entonces, quien dice algo lo dice -quiéralo o no- desde lo más profundo, desde lo más íntimo y estructural. El habla, además de grupal, es individual -afirma Pero Grullo- y a esta forma se le denomina ideolecto: es decir, cada uno se expresa desde su conjunto de ideas a través del habla.

Si así fuera, en estricto derecho el hombre sólo hablaría verdades. ¿Y qué es la verdad, en consecuencia? Suponemos que verdad es lo cierto, lo real. Y aquí se presenta un graveproblema: la realidad es una entidad ajena al idioma. El idioma, como las matemáticas, está en el campo de lo conceptual. No es más que un conjunto de signos que conforman un código dentro del cual todos nos encontramos. Y, como decía el diccionario, se trata de sonidos que envuelven y muestran una idea. Pero el sonido, fuera del decir, es también una idea. Usted que lee, siente ese sonido; y éste, como vibración «real» del aire, no existe en ese preciso momento. Es claro, las cosas del mundo exterior, los animales, los otros seres, existirían -sin nombre ni concepto- aún cuando el hombre y su palabra no estuvieran sobre la tierra.

Entonces la verdad es un concepto distinto de realidad. Realidad es lo que es, el ser en sí, diría un filósofo; y verdad sería apenas el mayor acercamiento del significado de la idea cuando se quiere expresar algo que ocurre «allá afuera». Y, lo comprendemos muy bien, la palabra -aún dicha a viva voz- no modifica el entorno de quien la pronuncia. De hacerlo, estaríamos frente a la magia, al símbolo.

Entonces la palabra nos sirve a nosotros, nada más, como un puente para mostrarnos ante los demás.

El decir, por otro lado, implica muchas cosas. Si nuestro cuerpo es el instrumento para pronunciarla, nuestra respiración, la conformación bucal, el conjunto de ideas y la corriente sanguínea deben necesariamente determinarla; al menos en el proceso de su elección. Al pronunciar nos mostramos -como ante un espejo- en cada uno de esos elementos. Un biólogo, un sabio investigador de las células, descubrirá con ella fácilmente nuestro fenotipo; percibirá el estado de ánimo, la conformación física, tal como nosotros entendemos a quien nos habla sin poder descifrar el porqué de ese entendimiento.

Y allí aparece el primer indicio de la responsabilidad. Tal como ella responde por nosotros, debemos utilizarla con respeto frente a sus significados y a esa calidad de puente entre pares. Por la pertenencia al idioma reconocemos su significado inmediato y los otros que conlleva el término. Y con la variación de la voz le damos tal o cual sentido.

Nacida desde la emoción la proyectamos entonces hacia el receptor, el escucha. Este individuo no es, simplemente, uno más; sino uno más de la tribu del idioma; por tanto posee iguales conocimientos e interpretaciones. Y al decirle algo, lo obligamos a decodificar -a leer- cada uno de los sentidos y, le guste o no, de alguna manera modifica su conducta; se hace más o menos feliz, más o menos duditativo, se acerca o se aleja de nosotros.

Este respeto apunta a «la verdad» como reflejo o retrato, a la integridad del otro como individuo capaz de comprender y actuar; y a la armonía del medio, como escenario que puede modificarse con la variación de las conductas de uno y de otro. Ser de palabra, o tener palabra, implica llevar a cabo en el terreno de los hechos cuanto se dice; lo aplicamos casi siempre en el terreno de los contratos; pero, en tanto nos refleja, es parte de cada uno y responde al compromiso con el idioma.

El estudio de la palabra nos lleva al campo de la lingüística, de la literatura, de la semiótica; y también de la ética. A través de la palabra ingresamos a los otros campos de la cultura y hacia el interior del espíritu humano. No es perfecta, en tanto no se trata de un ente autogenerado o creado por la naturaleza; es una simple obra del homo sapiens. Pero es lo único que tenemos; o que nos queda. Como este discurso cuando ya nada se puede decir, sino apenas reflexionar, aunque sea a solas.



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