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28-Marzo-2003

 

La guerra del asco

 

escribe Oscar Bravo

Antes ya de que se haya dispa-rado el primer misil contra Bagdad, hemos adoptado todos, incluyendo a los que criticamos al imperialismo, la perspectiva de los Estados Unidos. La televisión entrevista desde hace varios días a los corresponsales encargados de pasarnos la película: el uno, desde Washington, a miles y miles de kilómetros del lugar dónde van a caer las bombas de destrucción, la otra, inmedia-tamente detrás de las tropas, que ahora han comenzado a moverse allá en el norte de Kuwait, a tan corta distancia posible como lo permitan las autoridades militares americanas.

Y aunque queremos criticar, aunque hacemos la crítica a esta guerra del asco, lo hacemos desde la única perspectiva que hay, la del país más poderoso del planeta. Fiel a esta norma implícita de que sola-mente es posible ver el mundo con ojos occidentales, o sea, hoy día, norteamericanos, muestra, el noti-ciario de la televisión sueca, imáge-nes de un almirante del imperio; gordo, rozado, canoso, en vestimenta civil, hablando a los muchachos. El comentarista sugiere que estamos presenciando escenas que muy bien podrían estar siendo transmitidas desde algún estudio en Hollywood, y hasta el propio almirante parece tomarse a sí mismo no como un militar de carrera, sino más bien como un artista que se empecinado en hacer papeles breves, mientras los muchachos escuchan atentos: ...vamos a agarrar un martillo de los grandes. Cada uno de nosotros ha visto los reportajes mostrando los aviones, los misiles, las bombas y artillería de altísimo poder que nos han sido presentados a toda página en la prensa, pagada o gratuita, y el gran martillo del abuelo-artista disfrazado de almirante se convierte en la metáfora de todas esas armas ultra poderosas con las que el imperio pretende defender, por lo menos en boca del abuelo, el futuro de nuestros hijos y el de nuestros nietos, apenas el presidente pare el dedo.

Esas poderosísimas armas que -vaya si no es una paradoja - no son ilegales, pues no han sido condenadas en ninguna parte, por más que tengan mucho más alcance, más capacidad destructiva y por más que representen una tecnología docenas de veces superior a la de la que dispongan los contrincantes que pronto se van a eliminar y destruir.

Para la perspectiva del otro no hay lugar. Una periodista habla en noruego, por una línea telefónica que apenas deja escuchar algo, desde un Bagdad demoníaco, del cual ya ni siquiera se transmiten imágines, Bagdad es el lugar dónde las bombas van a caer, en unas pocas horas más; Bagdad es el lugar donde los misiles comenzaron a impactar y romper, hace unas pocas horas atrás. Bagdad es, para nosotros occidentales verda-deros o pretendidos, el lugar dónde están los árabes, los orientales, los enemigos eternos de la civilización y la cultura, de la democracia, la libertad y del modo de vida de Oc-cidente. Bagdad está allí para repre-sentar los clanes, las jerarquías de sátrapas, las mezquitas, lo musul-mán, la escritura del alfabeto sinuo-so, sensual e insolente que hay que latinizar ya que a simple vista parece sugerir fundamentalismo religioso, terrorismo político y dictadura om-nipotente, Bagdad es el lugar dónde se maltrata a la mujer negándole sus derechos, Bagdad es petróleo crudo, ya, Bagdad es todo lo que enerva a Occidente y que Occidente, por la razón o la fuerza tiene que controlar o, en su efecto, eliminar y destruir.

Esta guerra es un asco, por las razones que se esgrimen para llevarla a cabo, pero no por eso deja de ser menos consecuente. Se inscribe en una tradición de al menos diez siglos de agresiones iniciadas por Occi-dente y dirigidas contra un Oriente, al que no siempre se logró desacre-ditar y mistificar con la eficacia lo-grada hoy. Es un asco, porque deja al descubierto, detrás del desarrollo diplomático burocrático que la ha precedido un variado registro de oportunismos de parte de nuestros gobiernos: desde los que nunca qui-sieron tener una posición propia hasta los que se parapetaron detrás de una pretendida adhesión formal a una esperada resolución de la ONU que finalmente nunca llegó, desde los que han hecho, de sus derechos y responsabilidades internacionales, un asunto de cálculos, negociación y venta de votos y espacios aéreos, hasta los que han terminado por quedar en una posición muy incó-moda, con los pantalones abajo, comiéndose los discursos y las pala-bras pronunciadas apenas algunos días atrás.
Y esta guerra es un asco, tam-bién, porque los latinoamericanos venimos una vez más a descubrir que fuimos educados en una cultura tan falsa como ignorante que se pretendía descendiente y de alguna manera heredera y partícipe de lo occidental y de sus grandes tradicio-nes de civilización y humanismo, al punto que hacía un mérito del ignorar o despreciar todo lo que no fuera occidental, cuando en realidad nos educaban nada más para que lle-gáramos a ser lo que hoy somos: una sucursal de pueblo chico, malamente instalada en el patio trasero -junto a los tarros de basuras y los desperdi-cios- de los otros americanos, los del norte, los bárbaros del gran ga-rrote, la bomba atómica y Vietnam. Los que, como lo podría haber dicho José Santos Discépolo en los textos de sus tangos inmortales, nos han robado hasta el nombre y el color.



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