Escribe Angela García. ¿Si digo agua beberé? se preguntaba la poeta argentina Alejandra Pizarnik en su ansia del poder de la escritura. Graciela Iturbide me trajo a la memoria este interrogante cuando vi su autoretrato con dos pájaros en los ojos, en su actual exposición en la galería Format de Malmö.
El ave funge aquí como buen símil para la fotografía que como dijo Edward Weston, puede ver más de lo que el ojo ve. ¿Si pongo pájaros en mis ojos, volaré? Es la pregunta de Iturbide. Y en su caso, a través de su trabajo con la cámara logra contestar afirmativamente la pregunta.
Aparte de algunos autoretratos, la exposición ofrece una gran muestra de varias selecciones de fotos de algunas de sus series más conocidas. Entre ellas, la serie Jinotepe, pueblo de Oaxaca adonde viajó invitada por el pintor Francisco Toledo para que hiciera un registro de la cultura zapoteca; de la serie Los que viven en la arena, realizada a los Indios Seri en el desierto de Sonora; de la serie de objetos que estuvieron guardados por decenios en la casa de Frida Kahlo; y otras de diversos estudios etnográficos e investigaciones de la India, o sobre la historia mexicana desde su geoantropología.
Capturando escenas enuncia los rasgos predominantes de pueblos y cultos. Sabe hallar instantes que remontan la antigüedad, sabe sacudirles la temporalidad. Y lo hace haciéndonos partícipes de sensaciones físicas, la atmósfera como viento de presagio en La mujer ángel; el olor del cementerio traído por el enjambre de moscas, o el de los objetos esterilizados en la casa de Frida Kahlo. Lo hace inmortalizando personajes que no existen por sí mismos sino que son parte de un todo humano estrechamente dependiente de los fenómenos y poderes de la naturaleza. No la soledad del objeto fotográfico, sino la interrelación de vidas que espejean en los rituales de la existencia. Recrea sin someter al espectador a una asimilación fácil, más bien lo conduce por pasajes dolorosos, donde la vida se ha ido cumpliendo por anónimas madonas y musas, héroes de la patria a la sombra, gentecitas descalzas, mujeronas integradas al paisaje salvaje de lugares de la tierra donde el sol es un látigo constante. Lo resaltado es la jerarquía simbólica donde ciertos animales, iguanas, o pájaros; moscas o cangrejos; perros o caballos conducen el nexo de los vernáculos con la fuerza de los elementos.
Leemos a México en su obra mientras realizamos un vuelo por la complejidad de los tipos humanos en sus instantes solemnes, cada composición es literatura visual: Nuestra señora de las iguanas, un rostro de mujer, diríamos de acero, si no fuera por la suavidad de los labios y las mejillas, pero la suficiente firmeza sostenida por la mirada en alto, indicando la dignidad de coronarse con iguanas, cuyas propias cabezas antediluvianas mantienen en vilo la atención del observador. La Jano de Michoacán, una beldad con máscara cuyo porte hierático se recorta burlando la modesta indumentaria o su parodia Niña del peine. Fotos donde la potestad de la mujer adquiere una espesa sugestión.
Como ningún otro país en Latinoamérica, México ha logrado enarbolar su carácter indígena como poder, sin baches de doble moral. Cierto es que cada país tiene una composición social particular, pero mientras en el sur la inmigración dio lugar a un sentimiento generalizado de querer parecerse a los europeos, la mexicanidad refleja una orgullosa identidad sin marcas nacionalistas, pero delimitada en oposición y contraste con las culturas norteamericana y europea. Una existencia estrechamente liada a las cúspides culturales de mayas y aztecas, marcada por la violencia de la conquista española, y por la revolución de 1910 que le dio forma a un barroquismo peculiar, bien definido por Alfonso Reyes y otros literatos mexicanos. México de los paisajes pródigos y desolados, del desierto y la pobreza; de las ceremonias y personificaciones de la muerte, de los colores y las formas, germinación infatigable de estridencia y dramatismo de los cuales ningún pescador del relumbre de la belleza en la sordidez puede eximirse. Montones de buenos fotógrafos hay en México, afirmó con mucha razón Iturbide en una entrevista concedida a la prensa sueca al recibir el premio de la Fundación Hasselblad, -yo soy sólo una de ellos, -agregó. En código de imagen México tiene algunos de los más inolvidables y fidedignos historiadores, de los cuales ella desciende en línea recta, alumna de Manuel Alvarez Bravo, a su vez parte de ese recio tronco de escritores y artistas de los años 20 al 40 de siglo pasado. Muchos de ellos extranjeros: Edward Weston, Tina Modotti, Paul Strand, Anton Bruehl, H. Cartier-Bresson, Sergei Eisenstein atraídos por la revolución vieron en la búsqueda de identidad mexicana una atmósfera permeada por el compromiso y la actividad artística.
Lo que hace a Graciela Iturbide especialmente representativa es que no se queda en la continuación de la iconografía mexicana, sino que con sus series fotográficas detalla la aguda complejidad de un pueblo cuya mitología constituye una arquitectura espiritual que soporta la danza histriónica de vida y muerte.
Graciela Iturbide nació en México en 1942. Estudió en el Centro de Estudios Cinematográficos de la Universidad de México. Fundadora del Concilio mexicano de Fotografía. Alumna y asistente del maestro Manuel Alvarez Bravo. Ha participado en numerosas exposiciones en todo el mundo y ha recibido algunos de los más importantes premios de fotografía del planeta.
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