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Un hombre de unos treinta y tantos años pide limosna en un tren del metro de Nueva York, bien vestido, con cuidado, buenos zapatos de cuero y una vista tranquila. Soy veterano, estoy pasando por una mala época, los que puedan cooperar para ayudarme, se agradece, repite.

caba su trayecto de un lado al otro del vagón y está en espera de la próxima estación para pasarse al siguiente vagón. Empieza a hablar en voz alta pero sin gritar, viendo a nadie y a todos, y casi todos simulan no escucharlo ni verlo. Fui a la guerra, fui porque pensaba que era mi responsabilidad hacerlo por los demás, para servir a este país y porque creía en la Constitución. Pausa, ve a su alrededor, y continúa. Uno regresa y le quitan todo, todo. ¿No es una violación de los derechos humanos, de los derechos humanos de veteranos?
Se abren las puertas y entra el sonido de un trío de metales que toca Hello Dolly. Sale el veterano, sin esperar respuestas. Tal vez sabe que no hay.
Unos 2 millones 600 mil estadounidenses (y no pocos inmigran-tes) sirvieron a su país en Afganistán e Iraq, las guerras más largas en la historia estadounidense, y más de la mitad de ellos padecen problemas de salud física y/o mental, se sienten marginados de la vida civil y opinan que el gobierno no atiende sus necesidades, según una encuesta nacional del Washington Post del año pasado.
Casi 50 mil veteranos (incluidos de las guerras más recientes, pero también anteriores como Vietnam), según cálculos oficiales, viven sin techo en las calles de este país, mientras se registran en promedio 22 suicidios de veteranos cada día. Son los costos, en gran medida ocultos, de las guerras proclamadas por políticos y otros vendedores de seguridad nacional, mientras jóvenes son enviados a matar otros jóvenes; y casi nunca hay algún hijo de un político o un empresario en el campo de batalla.
En otra estación del metro, un joven afroestadounidense tiene un libro en la mano que consulta cada dos minutos, lo cierra, lo abre; es de pasta dura y ancho pero no se alcanza ver el título. En voz alta, emite durante los dos minutos en que no está consultando el libro una cadena de mentadas de madre. Nadie quiere saber la verdad, repite como coro a cada uno de sus pronunciamientos sobre la violencia entre los pobres, sobre la educación inferior para los afroestadounidenses, sobre la falta de empleo.
Se abren las puertas, y suena un saxófono y un trombón tocando Mack El Navaja de Brecht y Weil.
En Broadway, una mujer vestida con ropa sucia, que enfrenta un mundo de nieve y vientos de frío inaguantable pasa murmurando: ¿qué pasó con la bondad?
Todos los días uno se topa con locos que a veces ofrecen un relámpago lúcido en medio de la incesante cacofonía de los políticos y sus patrones, que creen que están cuerdos pero que sólo ofrecen locuras. Esos que niegan la abrumadora evidencia científica del cambio climático, que repiten que la guerra y las acciones bélicas son en nombre de la paz, que el espionaje masivo y la violación de la libertad de expresión son necesarios para garantizar los derechos y libertades, los que insisten en calificar a otros países mientras persiste la violación sintética de derechos humanos de las minorías, los inmigrantes y los pobres documentados por Amnistía Internacional y Human Rights Watch en este país, esos que no se cansan de agradecer el sacrificio de los veteranos y de las tropas, y los que todos los días regalan su gran retórica sobre la pobreza mientras promueven políticas que aceleran la desigualdad económica, la cual ha llegado a tal nivel que hasta algunos de los propios ricos se preguntan si su avaricia colectiva es excesiva.
Cuando los locos son más coherentes que los cuerdos ¿cómo estarán las cosas?
A veces hacer algo fuera de lo común, algo loco, es la única respuesta cuerda.
Como Eve Tetaz, maestra de escuela pública jubilada, de 83 años, y Nashua Chantal, activista por la paz, de 62 años, que fueron enjuiciados en Georgia por ingresar de manera ilegal al Fuerte Benning, sede del Instituto por la Cooperación de Seguridad del Hemisferio Occidental (antes Escuela de las Américas), donde Estados Unidos capacita a militares latinoamericanos.
En la acción de protesta anual organizada por School of the Americas Watch, ambos arriesgaron seis meses de cárcel al ingresar a la base militar en acto de desobediencia civil. Ambos afirmaron que participaron para defender los derechos humanos en América Latina y denunciar los programas estadounidenses que han contribuido a esas violaciones en el hemisferio americano.
O la acción realizada la semana pasada por activistas antiguerra de Código Rosa que irrumpieron una audiencia en el Senado para protestar por la presencia del invitado principal, Henry Kissinger. Con una manta en que se denunciaba que Kissinger era un criminal de guerra, se acercaron al invitado con esposas antes de ser expulsados por órdenes del presidente del Comité, John McCain, quien gritó: «¡fuera de aquí, escoria de lo peor!» Código Rosa respondió que la escoria era justo el invitado oficial.
O cuando se dejan de pedir permisos para marchar y protestar, como en las expresiones del movimiento contra la brutalidad policíaca y la impunidad oficial que detonaron en este país en los últimos meses, donde se toman las calles o se realizan acciones en centros comerciales, y se encuentran con que, en lugar de repudio del público por interrumpir, la respuesta son expresiones de apoyo.
O cuando los más vulnerables de todos, los inmigrantes indocumentados, sobre todo los jóvenes, toman las calles, o se presentan ante legisladores y alguaciles, y hasta el presidente, y gritan un «¡ya basta!» al demandar un respeto a sus derechos humanos.
Los locos, tanto algunos que padecen de problemas mentales como otros que deciden hacer locuras para interrumpir y/o burlarse de tanto que pretende ser normal, ofrecen alguna esperanza.

José Marti: Lo imposible es posible. Los locos somos cuerdos.